28/9/08

PORFIRIO DIAZ V

ALBA Y OCASO

Los Estados Unidos no habían olvidado la afrenta: la concesión de asilo a Santos Zelaya, presidente de Nicaragua, dispuesto por una revuelta, cuyo líder Juan J. Estrada recibió apoyo de armas y dinero estadounidense. Don Porfirio envía el cañonero, general Guerrero, a rescatar a Zelaya, que se encuentra refugiado en el edificio de la embajada mexicana, y lo trae a México. Tampoco olvida el coqueteo del dictador con el imperio del Sol Naciente, ni las concesiones petroleras a compañías angloholandesas, ni su reiterada negativa a concesionarle los ferrocarriles del Istmo. El Presidente de México, que ha hecho un gobierno fuerte, se mueve con demasiada independencia.

La entrevista a Creelman, invita, cual campanada de iglesia, a participar de un acto de fe: el restablecimiento de la democracia.

Y así como en 1810 el Grito no fue en contra del gobierno de España, sino en contra de la intervención francesa: (“¡Viva Fernando VII y la Virgen de Guadalupe!”), el medroso clamor político de quienes adictos al sistema aspiraban a una parcela de poder, apuntaba no hacia el dictador sino hacia la vicepresidencia. Surgen los partidos políticos que sin ser de oposición, postulan a Bernardo Reyes para este cargo del segundo nivel de jerarquía. Hasta en ese momento nadie piensa en rebelarse.

Madero, entre tanto, abstemio, vegetariano, espiritista, pequeño burgués, hace el milagro de encender la conciencia nacional, primero, de la gente leída, a la que dirige su libro La Sucesión Presidencial, en el que postula urgentemente la restauración de la Constitución de 1857, para hacer posible la elección de un vicepresidente, que bien podría ser él mismo.

Después, el avance de los acontecimientos envuelve a todo y a todos, en un torbellino de pasiones, ambiciones, aciertos, desacuerdos y avance democrático.

En la cárcel, Madero, el pequeño gigante iluminado, escribe con furor patrio el texto del Plan de San Luís, que habría de prender en la esperanza del pueblo mexicano. Se fuga, apretando sobre su corazón el puñado glorioso de su proclama. Huye a través de la frontera a San Antonio, Texas, donde a la usanza de los héroes míticos, se pronuncia en contra del rancio y corrupto poder, bajo el lema: “Sufragio Efectivo. No Reelección”. Ha llegado el ocaso del caudillo.

Lo demás es historia. Pascual Orozco, Abraham González y Villa, en el norte, se levantan en armas; en el sur, Emiliano Zapata lo hace bajo el desesperado grito de gleba: “¡Tierra y libertad y mueran los hacendados!” En la capital se pierde el miedo, crece el rumor en voces y desplantes: ¡Qué dimita el dictador!

Por primera vez en su vida, don Porfirio siente que ahora sí, en serio, ya no habrá más reelección. Urge a través de un cable a Limantour que se encuentra en Francia, a que retorne de inmediato. Este se detiene en Nueva York, y ante lo irreversible de las circunstancias pacta a espaldas del venerable caudillo, con los agentes de Madero, no un armisticio sino la definitiva dimisión de aquél.

El 24 de mayo de 1911, el Diario del Hogar, fundado por Filomeno Mata, anuncia la dimisión. El 25 de mayo se hace pública la renuncia: “El pueblo mexicano, ese pueblo que tan generosamente me ha colmado de honores, que me proclamó su caudillo durante la guerra de Intervención, que me secundó patrióticamente en todas las obras emprendidas para impulsar la industria y el comercio de la República, ese pueblo, señores diputados, se ha insurreccionado en bandas milenarias armadas, manifestando que mi presencia en el ejercicio del Supremo Poder Ejecutivo, es causa de su insurrección.

“No conozco hecho alguno imputable a mí que motivara ese fenómeno social; pero permitiendo o admitiendo, sin conceder, que pueda ser un culpable inconciente, esa posibilidad hace de mi persona, la menos a propósito para raciocinar y decir sobre mi propia culpabilidad.

“En tal concepto, respetando, como siempre he respetado, la voluntad del pueblo, y de conformidad con el artículo 82 de la Constitución Federal, vengo ante la Suprema Representación de la Nación a dimitir sin reserva el encargo de Presidente Constitucional de la República, con que me honró el pueblo nacional; y lo hago con tanta más razón, cuanto que para retenerlo sería necesario seguir derramando sangre mexicana, abatiendo el crédito de la nación, derrochando sus riquezas, segando fuentes y exponiendo su política a conflictos internacionales.

“Espero, señores diputados, que calmadas las pasiones que acompañan a toda revolución, un estudio más concienzudo y comprobado haga surgir en la conciencia nacional, un juicio correcto que me permita morir llevando en el fondo de mi alma una justa correspondencia de la estimación que en toda mi vida he consagrado y consagraré a mis compatriotas”.

El 31 de mayo de 1911, desde Veracruz, don Porfirio dice adiós a México. En el Ipiranga embarca rumbo al destierro. Francia recogerá sus despojos mortales.

Sobre la libertad individual y la libertad colectiva, pisoteándolas, no puede fincarse jamás el progreso material. La democracia no sólo es gobierno, también lo es y nunca dejará de serlo, la justicia social.