28/9/08

LA OTRA CARA DEL ESPEJO

En algún lugar del trópico, cuentan las crónicas, existió un pequeño reino integrado por diecisiete comunidades esparcidas entre los cuatro puntos cardinales. Ese reino tenía el privilegio, dado por la naturaleza, de contar con muchos afluentes: lagos, arroyos, ríos, brazos de mar, así como lagunas, vasos reguladores y mirada infinita hacia el Golfo. Contaba además con prodigiosa selva, hermosos paisajes, olor a cedro, a caoba, a húmeda tierra que espontáneamente lograba que germinasen las semillas. Su ganadería era de excelente calidad. El sol imponía su cetro y el verde, color preferido de los dioses, se encargaba de recrear la divina belleza. Allí no se padecía hambre, las aguas daban con su generosidad el surtido de peces y conchas suficientes para alimentar tanto a la gente del campo como a la gente de la ciudad. No era menester apresar en jaulas a los pájaros ya que éstos despertaban con el alba y resonaban sus trinos desde los patios y traspatios y eran dueños absolutos de las ramas, del cielo abierto y del ejercicio libre de sus alas.

El tiempo pasa. Llegan costumbres de otros lugares. En el reino se descubren yacimientos de petróleo cuya explotación contamina las aguas, el aire y hasta el modo de vida de los lugareños. Agua y tierra se hermanan. Se defienden ante el daño ecológico que sufren. La alta marea de la globalización daña al medio ambiente y repercute en la forma de convivencia. La pobreza se hace evidente. Resignarse a ella o luchar contra ella es la faena diaria en aquel reino.

La vida transcurre. La diferencia de clases traza su raya entre pobres y ricos; éstos, la minoría, goza de las preferencias reales y disfruta de las mieles del poder que son compartidas entre la voracidad de empresarios y burócratas regios. Así se forja una reprochable plutocracia* que exhibe haberes mal habidos ante reclamos de una empobrecida población que demanda inútilmente justicia social, paz y bienestar.

La clase poderosa amuralla con hojas de periódicos todo en derredor del palacio de gobierno que impide al rey mirar hacia el exterior de esa muralla de la cual a diario son sustituidas las hojas de los periódicos oficiales, por otras, que continuamente resaltan alabanzas y elogios para el rey y su corte; censuras infamantes contra aquellos que fuera de las murallas intentan, vanamente, llegar hasta el rey para demostrarle que afuera, el pueblo vive su propia realidad, totalmente distinta a la que gozan en el espacio real los hombres del poder.

En aquel suntuoso palacio, el rey sólo tenía oídos para sus ministros, quienes al ser consultados por él, lo acompañaban a un espléndido salón cuyo fondo era ocupado por un gigantesco y mágico espejo, en cuyo frente reflejaba la realidad y, detrás, estampada, mostraba una caprichosa litografía correspondiente a la época en que aquel reinado, carente de muralla, era feliz. Al rey, los cortesanos, sólo mostraban de aquel gigantesco y mágico espejo, la parte trasera que convencía al monarca de que el pueblo gozaba de tranquilidad y felicidad, ocultándole así la dramática faz del espejo, que reflejaba la inconformidad popular.

Uno de tantos días, el rey, que al ocupar el trono contaba con el afecto popular, pues la muchedumbre en aquellos tiempos le mostraba cariño, sintió la necesidad de compartir los goces del palacio con la niñez de su pueblo. Ordenó entonces una gran fiesta infantil a la que fueron invitados todos los menores de edad de las cuatro regiones de aquel reinado.

Narran las crónicas que los niños se sintieron felices y en tumulto llegaron a palacio, contra la voluntad de los mal intencionados presagios de los ministros. El rey, hombre bueno, quiso disfrutar junto a los niños la alegría de éstos. Recorriendo con ellos los salones del bellísimo palacio, llegaron hasta el suntuoso salón en el que se encontraba el gigantesco espejo de las dos caras. Los intereses creados por los usufructuadores de las riquezas reales y los desesperados intentos de los consejeros, se opusieron en vano, pues el rey urgió que de inmediato se abrieran las puertas del suntuoso salón. Ante la admiración de los niños, un espectáculo de maravilla se les presentó cuando los ayuda de cámara del rey les mostraron la parte trasera del gigantesco y mágico espejo, en el cual la engañosa litografía hacia creer al monarca que el tiempo no había pasado y que todo era paz y felicidad. Ante la inerme angustia de los ministros, los niños arremolinados y llevados por la curiosidad dieron vuelta al espejo. Y, ¡oh!, sorpresa: el rey, pasmado de asombro, vio por primera vez la cara real del espejo, que la corte le ocultaba, haciéndole creer en todo el tiempo anterior que en su reino habitaba la normal tranquilidad. Sacudido por la realidad y después de concluido el paseo infantil que los niños gozaron en toda su magnitud, el rey convocó a su corte a una reunión de gabinete; hizo los cambios que la evidencia señalaba y ordenó la publicación de un edicto en el que manifestaba su compromiso de gobernar para todos con políticas públicas que llevasen en su desarrollo la satisfacción de las demandas populares. Gracias a los niños la cara oculta del espejo le había mostrado la encubierta realidad, que en ese momento y con decisión de mando se dispuso a afrontar, contando para ello con el apoyo de sus gobernados.

A partir de ese instante, las murallas de las hojas de periódicos escritas con la miel de la alabanza y la oscura tinta de la mentira infame, fueron sustituidas por la franca muralla del rescatado afecto popular.

Las crónicas señalan que desde entonces la unidad de aquel pequeño reinado dio por resultado la felicidad de sus habitantes. ¡Dichosos los pueblos y los monarcas que se atreven a dar vuelta al espejo!