28/9/08

NOCHE DE LOS INOCENTES

A la ronda del niño
que hace en las nubes
la casa de juguetes
de los querubes.

Estamos en el año 40 a. de J.C., el senado romano corona a Herodes el Grande, Rey de Judea. Hombre cruel, soberbio, atenaceada su alma por los celos ordena el asesinato de su mujer Mariana y a tres de sus hijos, al igual que a numerosos personajes de quienes sus obsesiones le hacían sospechar infidelidad. La Biblia atribuye a este rey el haber ordenado la degollación de los Inocentes.

Narra la Enciclopedia libre Wikipedia[1], que el Día de los Santos Inocentes lo instituyó Herodes Agripa II, nieto del Rey Herodes, quien en su trigésimo aniversario tomó la determinación de honrar la memoria de su abuelo, en conmemoración del sangriento edicto promulgado por éste, de degollar a todo niño menor de dos años de su edad, empadronado en Belén, por miedo al vaticinio de que uno de estos menores se convirtiese en Rey de los Judíos.

Narra la Enciclopedia que Herodes Agripa II en celebración de su trigésimo cumpleaños, el 28 de diciembre organiza una fiesta que dura una semana, cuyo comienzo fue el último día de las Saturnales –“para no enfriar el regocijo del pueblo”, según sus propias palabras, conservadas por historiadores de la época- y, cuyo momento inolvidable por los recuerdos de su crueldad sería el día 28. a ese ágape llegaron invitados dignatarios de diferentes países (incluidos aquellos que no conservaban buenas relaciones diplomáticas con el imperio), además del pueblo sin distinción de clases. Para la gran fiesta se sacrificaron decenas de reses, cabras, corderos y se escancearon ríos de vino entre los miles de asistentes al multitudinuario acontecimiento, unidos todos, revueltos, en alegre algarabía sin importar las diferencias sociales. Amanece día pleno de frialdad. Fecha de su onomástico, Herodes convoca a todos sus ministros en sesión especial en la cual proclama, ante el azoro de los allí presentes, que dictaría condenas y drásticos castigos para todo aquel que no hubiese acatado las leyes imperiales o hubiese mantenido alguna confrontación con Roma durante el transcurso de la última década de su reinado. Los historiadores cuentan que entre aquellas condenas redactó penas de muerte y torturas de todo tipo, multas de miles de denarios, destierros a los lugares más alejados del planeta, largas reclusiones carcelarias e incluso varias órdenes que autorizaban yacer con las esposas de algunos de los invitados durante todo el año siguiente, por incumplimiento del deber carnal por parte de sus maridos. Aterrorizados los convidados, tras habérseles hecho entrega muy temprano, aquella mañana, de los sorpresivos edictos, y aún bajo los efectos de las libaciones de la noche anterior, pretendieron inútilmente huir, ya que fueron retenidos por la guardia pretoriana, previamente apostada por órdenes del rey en cada salida de la ciudad. El pánico hizo presa entre todos los convidados, que fueron obligados por Herodes a participar de los actos de celebración de ese día y a agasajarle con los regalos que cortesanamente habían llevado ex profeso, tal como estaba previsto, para el gran acontecimiento. El rey hace caso omiso de las temblorosas manos, de las miradas de súplica, del tartamudeo, de la palidez cadavérica de los asistentes, quienes dejando manjares y vinos sin probar, sobre las abundantes, servidas mesas, continuó gozoso el festejo a su recién estrenada década con loco y con loca y pavorosa alegría.

Recientes investigaciones han puesto al descubierto varias misivas, entre antiguos documentos oficiales, de aquellos dignatarios asistentes al ominoso banquete, con el sello imperial de Herodes Agripa II y una sola palabra escrita: “innocens”, por lo que investigadores tenaces sospechan que fue la terrorífica payasada llevada a fin por la locura de Herodes, la que se conmemora desde aquel año y no la versión que hace circular la iglesia católica.

Sin embargo, la Biblia de Jerusalén describe que nacido Jesús en Belén de Judea en tiempo del Rey Herodes, unos magos llegados de Oriente se presentaron en Jerusalén, preguntando: “¿Dónde está el Rey de los Judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle”. Llegado a los oídos del Rey Herodes esta pregunta se sobresalta y con él toda Jerusalén. De inmediato convoca a los sumos sacerdotes y escribas del pueblo y por ellos recibía información del lugar donde habría de nacer el Cristo. “En Belén de Judea, porque así está escrito por medio del profeta”, le informaron.

De inmediato Herodes llamó aparte a los magos y por los datos que éstos le proporcionaron precisó el tiempo de la aparición de la estrella. Después, enviándolos a Belén, les dijo: “Id e indagad cuidadosamente sobre ese niño; y cuando le encontréis, comunicádmelo, para ir yo también a adoradle.” Después de escuchar al rey, los magos se pusieron en camino, y he aquí que la estrella que habían visto en el Oriente iba delante de ellos, hasta que llegó y se detuvo encima del lugar donde estaba el niño. Al mirar la estrella sus ojos se iluminaron de inmensa alegría. Entraron a la casa, vieron al niño en brazos de su madre, María, y postrándose le adoraron; abriendo sus cofres le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra. Y avisados en sueños que no volvieran donde Herodes, retornaron a su país por otro sendero.

Después que los magos se retiraron, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: -“Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarle”-. José se levantó, tomó de noche al niño y a María, y huyó a Egipto; allí estuvo hasta la muerte de Herodes para que el oráculo del Señor se cumpliera por medio del profeta.

Herodes, enfurecido por la huída de José con el niño y María, sintiéndose burlado por los magos ordenó matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años de edad para abajo, según el tiempo precisado por los magos.

Esto aconteció hace muchos años y parece que fue ayer. Nuestros niños son el hermoso regalo que Dios ha dado a la humanidad. Rumores ensombrecedores, incubados en la crueldad y el desamor, provocando zozobra social, sólo pueden caber en mentes alucinadas.

La noche del 15 de septiembre en Tabasco, en México, no fue de alegría ni de la Independencia. Fue la noche de la angustia, del miedo, de la desesperación ante la amenaza del secuestro inconcebible, de cincuenta niños, sin distinción de clase social. Esa noche inolvidable fue: La Noche de los Inocentes.
[1]