El rumor es el teléfono inalámbrico del vecindario. De oído a oído transita imperceptible por imaginativas y sanas conciencias de honestísimas damas de lavadero, enarcando cejas, dilatando pupilas de asombro y dibujando morbosas sonrisas de satisfacción.
El rumor, planta parásita y trepadora, desconoce linderos sociales. Lo mismo asciende hasta las más altas cumbres, que desciende a los albañales para alimentarse de calumnias.
El rumor se despierta con el alba, ambula por las calles agazapado en las bocas sin escrúpulos de quienes gozan íntimamente, la fiesta infernal del desprestigio gustoso. Toma el fresco en la banca de algún parque populoso, en busca de clientela oportuna; hojea revistas, para orejas, tensa la lengua, mientras espera el turno de corte de pelo en las peluquerías de baja o refinada elegancia; reserva sitio, espacio, silla y taza en las mesas de cafés más concurridos. Desgrana con soberbia altanería sus malintencionadas palabras que encuentran caja de resonancia entre el compacto círculo de simpatizantes que, forzados por la dicha de pasar el rato, aumentan con su comentarios, colas y cabezas a la infamante noticia del vulgar comunicador.
Tela de Ariadna, urdimbre de sombras. Tejido de resentimientos, pútrido filtro de heces sociales, el rumor embarra, salpica, tiñe, sin importar a quién.
Gendarme de guardia, vista aduanal, corriente censor de las conductas públicas o privadas, organiza expedientes de mentiras, de tendencia y fantasías, de alarmantes irrealidades, para fomentar en contra de su víctima, el descrédito y en la santísima boca de los santiguados, la reventada expresión de falso compadecimiento: “¡Quién lo iba a creer!”.
La hidrofobia del rumor ataca por el sólo placer de atacar a quien se le ponga en la mira, a su alcance. Su dentellada es cruel, suele inferirla ante la pasiva actitud testimonial de quienes lo recogen y guardan celosamente en su consciencia, para esparcirlo oportunamente en lugares de mayores privilegios y, en los cuales, la ofidia lengua vibra sin comprometerse, apoyada en el preámbulo: “¿Ya saben lo que dicen por allí?”... “Esto que te digo no lo cuentes, guárdatelo”... “De buena fuente me dijeron”... “Quien está en capilla es perengano”... “A mi no me gusta el chisme, pero me acabo de enterar”... “Yo no sé, verdad o mentira, pero lo cierto es”...
Disolvente social, sembrador de dudas, provocador de incertidumbres, mensajero de frustraciones, el rumor daña no solamente al escogido, sino a toda la sociedad. Práctica degradante, vicio de ociosos labios, herramienta del intrigante, su cotidiano ejercicio da la medida de quienes lo admiten en su círculo, en su mesa o en sus honorables hogares.
Producto de la envidia, del rencor, de la amargura, de la ambición nociva, del aniquilante interés de facción o de grupo, el rumor halla abono en la irresponsable complacencia de quien o quienes, por debilidad, indiferencia o cobardía, lo toleran, convirtiéndose con su silencio en pusilánimes partícipes de la calumnia arrojada sin escrúpulo a sus perplejos rostros de víctimas en potencia.
El rumor desconoce la gratitud. Olvida la lealtad. Es el tatuaje del marinero en tierra que ha perdido por indeciso y ambicioso, la oportunidad de viajar en el barco que con toda seguridad llegará a su destino. La brújula así lo señala.