19/8/09

NO TODO ES…

A Ignacio Andrade Ayala

Era un pequeño reinado, pueblo laborioso, pero triste; tanto el rey como sus súbditos habían perdido la alegría de vivir. En las ramas de los árboles la ausencia de trinos se acrecentaba con las sombras. Los pájaros emigraron, para jamás volver. A pesar de la convivencia entre los pobladores y el rey, se manifestaba en los rostros la nostalgia por aquellas aves que sin aparente motivo abandonaron praderas, arboledas, márgenes del río, parques y algarabía de los niños.

Los lugareños, acostumbrados a los canoros cantos, a la armonía de los trinos, conservaban vacías las jaulas que adornaban pasillos, antesalas o patios de los hogares. Los pájaros, en otro tiempo prisioneros, admirados por la belleza de sus voces y los colores de sus alas se sentían indefensos en ese incomprensible, para ellos, encierro al que estaban sometidos. El ansia de libertad los acosó e inexplicablemente amanecieron muertos.

La desolación tomó su lugar no sólo en las jaulas, sino en todas las casas, en las calles, en los jardines, en las praderas, en los parques, en las márgenes de los ríos, en los árboles, en todos los rincones y en el rostro de todas las personas.

Los lugareños, unidos, consintieron en sepultar a sus aves en un panteón sencillo, en el que plantaron flores de todos los colores, con la esperanza de que éstas algún día transformasen sus pétalos en plumas que, desprendidas de sus tallos, se convirtiesen en aves para volar e inundar de alegría al pueblo cuya tristeza tenía por nido el corazón de sus habitantes.

Cierto día llegó un forastero a dicho pueblo y tomó conciencia de la tragedia que allí se vivía; afectada su alma, no pudo resistir tiempo alguno en esa comunidad, silenciosamente abandonó el lugar pensando la manera de poder mitigar la soledad que allí estaba presente.

Dicho pueblo, solitario, al que nada invitaba a visitar, seguía su curso de nostalgia, de soledad, de tristeza y de ausencia de voces de alegría libertaria o desesperación de prisioneros.

Inesperadamente, una mañana se oyeron voces de aves desconocidas. Las puertas y ventanas de las casas se abrieron y con expresiva alegría visible en los rostros, todos aplaudían la presencia de aquel forastero que retornaba llevando en sus espaldas un cargamento de jaulas en las que, prisioneros unos cuervos crascitaban; pero el pueblo, abatido por la emoción, no distinguía entre el canoro canto del cenzontle y el oscuro graznido que desagradablemente retumbaba en todas partes.

El pueblo se arremolinó frente al palacio pidiéndole al rey compartir su felicidad adquiriendo aquellas aves de mala voz y de enlutecido plumaje que, de alguna manera, alegrarían el alma de viejos, de jóvenes y de niños. El rey, hombre de avanzada edad y noble humanitarismo, puso como condición para que esas aves sustituyeran a los pájaros yacentes, que para evitar la oscuridad de las plumas de estos cuervos, las pintasen de los colores más preferidos. El pueblo accedió y por unanimidad se dio a la tarea no sólo de cambiar el colorido de las alas de estas aves, sino también el forjarles nidos para su reproducción y amplias jaulas para adornar los hogares.

En el sentimiento colectivo la verdad no se ocultaba. Tampoco la mentira. Todos, a partir de ese momento se sintieron inmensamente felices. La tristeza y la soledad, hermanadas, emigraron para siempre a rumbos desconocidos.

¡Qué alegría la de un pueblo que comparte con su monarca aparentes verdades, realidades, tristezas y soledades, a sabiendas de que todo no es del color con que se pinta o de la armonía que se quisiera!

14/8/09

LOS ZAPATOS...

NUEVOS DEL REY

Lo cuentan las crónicas. Los relatos llegan a mi memoria. Era un pequeño poblado, gobernado por un rey generoso, que respondiendo al afecto de sus súbditos, cumplía con su plan de trabajo construyendo obras públicas y dando atención a los requerimientos populares.

Cotidianamente el rey dejaba el confort de las magnificas oficinas de palacio para visitar las ciudades y rincones de su pequeño territorio, conviviendo con los lugareños la alegría manifestada en su rostro, saludando de mano a los concurrentes a su visita, escuchando peticiones, alabanzas, sugerencias, quejas, denuncias y recibiendo escritos que éstos le hacían llegar con la plena convicción de ser atendidos.

Ese reino, confiaba, no obstante la extrema pobreza en la que el tiempo se desvanecía en la esperanza de un cambio, en el cual los desastres naturales serían superados y la oportunidad de mejorías para el bien popular anhelado llegase con la palabra empeñada del gobernante.

El tiempo pasaba. El rey, convencido del aprecio popular, continuaba en su diaria fatiga de recorrer poblados, compartir sonrisas, saludos de mano y entregando modestas respuestas en obras a los pobladores que, en sus sencillas formas de vida y miseria acostumbrada, recibían con gratitud ésas, para ellos, expresiones sinceras a su desgastada existencia.

El rey, en palacio, sentía orgullosa satisfacción y convencido entusiasmo por aquellas muestras de afecto, manifestadas en correspondencia a los humildes presentes que recibían de su parte y que eran punto central de comentarios mediáticos de la gratitud popular hacia su rey.
Las grandes promesas, lamentablemente, no estaban al alcance de quien angustiado, desesperaba, inútilmente, por satisfacer las carencias populares, que con tanta vehemencia había prometido resolver.

El pueblo amaba a su rey, en su corazón y en su pensamiento la convicción de la bondad de éste borraba comentarios adversos. La tragedia económica, la falta de voluntad, de honestidad, de compromiso con el bien común público, la corrupción, y la impunidad, habían encontrado refugio en una burocracia desleal, ingrata, traidora.

Llegado el cumpleaños del rey hubo fiesta nacional en palacio. El rey y su corte vistiendo sus mejores galas, abrieron las puertas de aquella residencia oficial para dar acceso a los parabienes de una multitud agradecida, que se sentía feliz de convivir en esa amplia mansión con los más altos funcionarios de la corte, conviviendo frente al monarca que, sonrisa a flor de labios, recibía de esa larga fila ciudadana no solamente el saludo, sino en muchos casos, sencillos regalos humildemente envueltos en papeles de colores cruzados por lazos de vistosos y decorados moños.

Pasada la fiesta, al día siguiente, muy temprano el rey despertó animado por la curiosidad de ver el contenido de los presentes que la gratitud popular le había ofrecido. Así, en la quietud de su alcoba, teniendo frente a él aquel conjunto sorpresivo de muestras de afecto, se dio a la tarea de destapar cada una de las vistosas ofrendas. ¡Sorpresa!, Las cajas contenían entre otras cosas, pañuelos bordados con la insignia real, bellísimas obras artesanales logradas por las manos de hábiles artistas lugareños, versos de gratitud, escapularios, sencillas camisas y otras variadas prendas de vestir. Lo que más llamó la atención del rey fue, entre aquellos regalos, un par de zapatos regios, hermosísimos, que infortunadamente no eran de su medida, pues al probárselos, la tristeza inundó sus ojos al sentir que le quedaban grandes.

A partir de ese momento el rey reflexionó haciendo examen de conciencia para poner al servicio de su pueblo todas sus energías en la solución de las demandas sociales. Dio el golpe inesperado de timón, admitiendo la renuncia de aquellos funcionarios desleales, arbitrarios, inmorales, que con sus acciones y omisiones enturbiaban su gestión. Transcurrió el tiempo y logrado el propósito de resolver a lo máximo las exigencias de sus gobernados, hizo en su dinámica y comprometida acción, un espacio reflexivo. La noche llegó a su alcoba. Durmió con tranquilidad. A la mañana siguiente, al despertar, ¡oh sorpresa!, al pie de la cama estaban aquellos zapatos nuevos invitándolo a la prueba; el rey, enfebrecido de emoción se los calzó y pleno de satisfacción sintió que le quedaban a la medida.

Narran las crónicas que desde entonces el pueblo y su rey sintieron unidos el colmo de la felicidad.

11/8/09

ACTEAL

FLORES

Lágrimas brotan de mi alma.
Fertilizará tu corazón.


¡ A C T E A L !


El hombre caminaba reflejando en sus ojos impotencia, dolor, frustración, angustia, ira reprimida. Caminaba cargando entre sus brazos un pequeño envoltorio blanco, sin vida, lirio de la inocencia, víctima de la masacre. ¡Acteal! ¡Acteal!

El hombre se detiene, deposita en el suelo su carga amorosa y comienza a escarbar la tierra con sus manos, garras desesperanzadas, dedos desesperados, sangre de humillaciones, lágrimas sin lamentos.

El pequeño envoltorio es acunado por el hombre en la fosa excavada con sus manos. Lo cubre con la tierra, con el manto de su mirada, con su bendición de padre.

El viento aúlla como fiera enardecida, la tolvanera agita banderines de luto; la muchedumbre pasa como sombras del silencio. La aridez siembra de sed el campo.

La tierra ha sido abonada con el alma de la inocencia. En ese sitio habrá de germinar carne de lirio. Crecerá con el tiempo silvestre arbolillo que ofrendará a los cielos su copa de luz y de trinos. Su copa de amor y de ternura.

Mañana, tal vez, la madera de los árboles será cuna sagrada de niños silvestres.

El crepúsculo cierra los párpados del día. Una nueva alborada anuncia rebelión o gloria. Sueño o realidad. Victoria o derrota de los débiles. Rotunda luz del futuro que, acaso, está por llegar.

4/8/09

DOÑA CONSUELO

MARTÍNEZ RUIZ

Temple de acero en el espíritu. Energía en la voz y en la mirada. Altiva hasta en la hora final de su existencia. Bella en su dignidad magnífica de madre y en sus naturales maneras de señora. Así fue y así la recuerdo. Así seguirá siendo en el íntimo afecto de sus hijos, Doña Consuelo Martínez Ruiz.

Sus pasos siempre firmes y su invariable decisión cerraban puertas a la duda. Tenía el don de mando que distingue a quienes saben encauzar empresas y una fe inquebrantable en el porvenir.

El filo de la tragedia hiere agudamente su alma y sin embargo, con el optimismo florecido en el rostro resana dolorosas cicatrices que la fatalidad se empeña en reiterar.

Era la época de la navegación fluvial de Tabasco. El Yalton, procedente de Veracruz, atracaba en el muelle de Villahermosa, donde lo esperaban amigos y parientes de los viajeros nativos que por falta de carretera para trasladarse a la Capital, utilizaban ese económico medio de transporte. El flamante vapor Carmen, rompiendo con las aspas de su rueda impulsora los cristales del agua y haciendo resonar sus alegres silbatos, anunciaba su presencia después de un largo recorrido por la región de los ríos, trayendo a bordo felices pasajeros, mercadería ribereña y ganado vacuno. Los remolcadores Helena y Leviatán pasaban frente a la ciudad, río abajo, con sus chalanes colmados de racimos de plátano para exportación.

De esa época fueron también los pequeños barcos de motor el Pelayo, el Armandito, el José Luis y la Lusitania que hacían la travesía por el Grijalva, el Usumacinta y sus afluentes, enlazando a la capital del Estado con las Poblaciones de Cárdenas, Huimanguillo, Frontera, Jonuta, Zapata, Balancán y Tenosique.

Doña Consuelo Martínez Ruiz vivió en el ensueño de su juventud, el tiempo de esos barcos y esos ríos. Y en sus ojos silvestres la esperanza lanzó su corazón hacia las aguas y allá, entre oleajes de ilusión, el amor fue un marino mercante en las riberas y fue la comunión de ideales, de angustias, de desvelos y dicha.

Cuando el amado, sacrificado en la fatiga diaria, retornaba al hogar, allí estaba ella, bandera ondeante de ternura, presta a mitigar con el calor de la familia, la sed de comprensión y de cariño de quien a fuerza de luchar contra el destino, pudo fincar un nombre y pulir en la dinámica del sol y del trabajo, el honroso apellido Dagdug.

Mujer con raíces profundas en Tabasco, Doña Consuelo Martínez Ruiz pervive en el recuerdo con sus maneras naturales de madre y de señora.