ALBA Y OCASO
Después del pavoroso y reiterado paso de Santa Anna, -al principio con dos pies y al final con uno-, la República era un caos. Los caciques impusieron su fuero tanto en la llanura como en la montaña. Las asonadas arrebataban con todo aquello que se interpusiera en su camino. El bandolerismo y el pillaje marcaban el desorden que imperaba en el país.
Porfirio Díaz, a los 51 años, casado con la joven y bella Carmelita Rubio, viste sus marciales galas y hace sentir su férrea mano en todo el territorio nacional. Él es un déspota benévolo, necesario en esos momentos, para restablecer el orden y realizar un proyecto de gobierno que el tiempo convierte en la más cruel y despiadada dictadura que pueblo alguno haya sufrido. No se movía la hoja de un árbol, si no era consenso de don Porfirio.
De nuevo el país se encuentra sometido al señorío de una autocracia voraz e irresponsable. Y si bien no es cierto que no hay leyes de Indias, también lo es que se conservan el cepo y, el fuete en las puertas de las haciendas para que el peón sumiso, dé al amo los buenos días, con los brazos cruzados, baja la cabeza, al comenzar una jornada más de entrega de vida, a cambio de miseria consumida en la tienda de raya. ¡Pobre de quien manifieste fatiga! ¡Pobre de aquél que manifieste rebeldía!
Ya la Real Audiencia no existe. Se acabaron para beneplácito de usufructuarios públicos, los juicios de residencia. Sólo que, don Porfirio, el sagaz y temible caudillo, conservaba oidores en toda la República. Su voluntad era imperio. El poder Legislativo aprobaba leyes que jamás tuvieron vigencia sociológica; el poder Judicial actuaba sólo contra los enemigos del sistema. El edificio de la dictadura descansaba sobre dos monumentales pilares: El Ejército y la Legislatura. Aquél para imponer con la fuerza de las armas, la decisión del dictador; y ésta, para darle justificación legal. La Pax Porfiriana extendía su sagrado manto para cobijar los excesos del patrón, del amo, del explotador y encubridor de los crímenes de esta fusionada casta de privilegiados.
A través, de las llamadas leyes de colonización, don Porfirio regala a sus agradecidos especuladores extranjeros y amigos personales –entre 1883 y 1894-, más de cinco millones de kilómetros cuadrados de tierras nacionales. Esto es: ¡La quinta parte de la superficie total de la República!
Los indios yaquis y mayas defendieron con desesperado afán sus tierras comunales, pero fueron sacrificados bajo el precipitado eco de las balas del ejército y de los rurales. A finales del porfiriato menos del diez por ciento de la población indígena poseía un pedazo de suelo cultivable.
La autocracia porfirista creyó siempre en la sumisión de los débiles. Eterno, perdurable, inmortal, debía ser don Porfirio. Ellos habían nacido para mandar y el pueblo sólo para obedecer. El tiempo transcurre, la mirada se cansa, la espalda se encorva, el cerebro se embota y los reflejos ya no responden. El dictador envejece.
Expuestos al encierro, al destierro o al entierro, aflora el pensamiento socialista de Felipe Carrillo Puerto y el flamígero verbo de los hermanos Enrique y Ricardo Flores Magón. ¡Es el anarquismo impío que quiere destrozarnos! Un clamor popular recorre la nación: ¡Justicia!... ¡Justicia!... ¡Justicia!
El comentario es discreto. Los panfletos pasan de noche de mano a mano el asombro es mayúsculo y la pregunta no se hace esperar: ¿Cómo se atreven?