ALBA Y OCASO
Gobierno fuerte el de don Porfirio, asentado sobre las armas de los guardias rurales diseminados por todo el territorio nacional. Gendarmería de criminal prosapia, reclutada entre asesinos y bandoleros, portadora de vistosos uniformes, relucientes pistolas y fusiles, cartucheras repletas de balas, caballos ejercitados para el ataque y fuga, conocedora de sinuosos o estrechos caminos y apta para extinguir vida a cualquier hora y en cualquier lugar, matando en caliente sin obligación de rendir cuentas a nadie, a quien fuese sospechoso de ser enemigo del régimen o causante de tribulaciones locales o inconformidad popular.
La misión de los rurales fue limpiar al país de clamores y reclamos. El dedo en el gatillo apuntaba hacia la boca, hacia los ojos o hacia la conciencia de quien se atreviese a hablar, ver o pensar en las cosas turbias del sistema. Tres caminos se habrían para los disidentes: encierro, entierro o destierro. La ley fuga era frecuente, los panteones se llenaban de víctimas, familias enteras emigraron y muchos perecieron encerrados en la cárcel de Belén. Hombres honrados y auténticos bandidos, por igual, sin miramientos, fueron aniquilados. La paz pública, fincada en el terror y el crimen, proporcionó seguridad a don Porfirio, parientes y amigos, así como a la decente minoría burguesa de privilegiados comerciantes, mineros y terratenientes.
“A los pocos años –nos dice Byrd Simpson-, México era el país más ordenado del mundo, regido por la ley marcial, sin tribunales y con los rurales dispuestos a matar”.[1]
¡Y saber que todavía existe gente irresponsable o mal informada que añora los tiempos de la paz porfiriana! Tiempos que sobre el derecho se impuso la razón de Estado, prevaleciendo sobre la ley el amoral interés político.
Bajo ese orden marcialmente establecido sobre el cañón de las pistolas, se impulsó al advenimiento del capital extranjero y el desarrollo de factorías y de la agricultura. Las vías férreas se extendieron hasta el sur de la frontera, señalando los trenes a su paso, la era progresista de un país analfabeta y abismado en el terror. Los antiguos reales de minas, otrora propiedad de los españoles, pasaron a manos de empresas norteamericanas; el oro, la plata, el cobre y el cinc, abrieron sus vetas para fluir a chorros hacia los Estados Unidos. Ives Limantour, hechicero de las finanzas públicas, logra ante el asombro burgués criollo y mestizo, consolidar la deuda pública y el equilibrio del presupuesto nacional.
El café mexicano, aromaba las tazas de las tertulias vespertinas en las calles de Plateros, el azúcar nuestro engordaba las bodegas de los barcos anclados en Veracruz, listos a zarpar a los puertos internacionales; el plátano roatán, libre del chamusco y, el henequén yucateco, hallaban en el extranjero cotizaciones ambiciosas. Nadie tenía de que quejarse. El pueblo callaba. La minoría enriquecía. La Pax Porfiriana, fue y es hasta hoy, para espíritus conservadores, un añorado milagro mexicano.
En las haciendas el peón vivía muriendo bajo infamantes condiciones de esclavitud. El fuete del amo y la tienda de raya torturaban cuerpo y alma de los miserables asalariados del campo. La víspera de una boda campesina era festín orgiástico del patrón, cuyo derecho de pernada le permitía romper dignidades y violar la virtud de una novia, provocando la rabia contenida del futuro esposo y el rasgado pudor de la doncella.
[1] Byrd, Simpson Lesley, Muchos Méxicos, Fondo de Cultura Económica, México, 1986, pp. 283-284.