28/9/08

AUTORREINVENCION

DE UNA IMAGEN PUBLICA

Los estudiosos del Derecho encuentran el origen de la palabra persona en el teatro griego. Se dice que en Grecia el pueblo era aficionado a las representaciones histriónicas a las que asistía, a los populosos teatros al aire libre, para aplaudir las obras de Esquilo, Sófocles, Eurípides o Aristófanes.

Así, sentados en las graderías, al igual que hoy lo hacemos cuando participamos de las representaciones teatrales en el teatro al aire libre del parque La Choca, los griegos disfrutaban de grandiosos espectáculos.

Los actores, en el teatro griego, usaban unos calzados llamados coturnos con los que cubrían los pies y las piernas, sujetándolos con cordones; la suela era de corcho sumamente gruesa y realzaba la estatura de quienes encarnaban a los personajes. Una larga túnica era la vestimenta y sobre el rostro, asombrosa máscara de madera significaba a cada uno de los representados en el drama, la tragedia o la comedia.

Roma conquistó militarmente a Grecia, pero ésta conquistó culturalmente a Roma a la que heredó la afición por el teatro; sólo que, por una alquimia de la imaginación, en una de tantas representaciones teatrales el pueblo tomó de los actores la máscara cubriendo con ella su rostro, dando así origen a la palabra persona que al correr del tiempo y del espacio sirve para que cada uno de nosotros ponga en escena sus propias tragedias, sus propios dramas y sus propias comedias, transitando dicha palabra al derecho como centro de imputación de derechos y obligaciones.

Las personas no se inventan ni se reinventan. Las imágenes públicas sí. Aquellas nacen protegidas por el derecho, pero en la vida diaria con sus acciones, con sus omisiones, con su modo de actuar en privado o en público, en la rutina de lo cotidiano, en el ejercicio de funciones privadas o públicas, cada una deja constancia de sus acciones que juzga la sociedad.

El prestigio se gana con actos u omisiones, pero también se autodestruye o se pierde en conductas ajenas a un recto modo de actuar. La sociedad no se engaña, pese a los favores que los medios de información propagandísticos realizan en la creación artificial de imágenes públicas de quienes cínicamente pretenden ocultar tras una vergonzosa máscara de pulcritud las pestilentes pústulas de su hediondo y retorcido proceder.

Pretender autorreinventar una imagen pública que ha caído en descrédito es participar en una tragicomedia con la que el público se divierte y festina en cafés, restaurantes, salas de espera, peluquerías, bares y otros centros de reunión de más alta o menor categoría.

Por ello resulta degradante y crítica las expresiones de un político que vergonzosamente se autoelogie, se autoevalúe, se “autorreinvente”, se califique de honorable cuando todo mundo lo juzga de manera contraria.

El político que sostiene ser honesto cuando sus haberes son mayores que su increíble modestia; que habla de lealtad cuando la perfidia brilla en sus ojos; que siembra falsedades y jactancia, anhela comprensión cuando jamás ha sido comprensivo. Enumera virtudes que ni en sueños está o estuvo dispuesto a practicar. La desesperanza lo agobia. El presente lo exhibe. Sólo, solo, la sola soledad le abre sus brazos.