28/9/08

PORFIRIO DIAZ I

ALBA Y OCASO

El nombre de Porfirio Díaz nimbado de luminosa corona de luz arrancada del agónico crepúsculo liberal republicano, cruza con su embrujadora leyenda, en brioso corcel, espada a mano, por las páginas de la historia patria, cargado el pecho de fabulosas medallas, europeizado el rostro y desleído, a la francesa, el pigmento indígena, provocando nostálgicos recuerdos en adoradores tardíos de un México pletórico de injusticia social en el que la férrea mano militar del caudillo, fijaba con soberbia y desdén, límites y destino entre ricos y pobres, entre la minoría harta y opulenta frente a una inmensa mayoría de analfabetas y desposeídos.

Esos añorados tiempos de don Porfirio, forjan el altar de la buena crianza de una inmortal nobleza criolla, mestiza y bodeguera que rinde culto a una industrialización egoísta, productora de carencias para la inmensa mayoría y generadora de ilícitas fortunas en cínica simbiosis oficial y privada, de quienes la soberanía nacional es anacrónico estorbo de sus bastardas ambiciones vendepatria y mercantiles.

Aún no termina la batalla ideológica entre liberales y conservadores. Hoy más que nunca se encuentran colocados frente a frente Juárez y Porfirio Díaz. Aquél, el Señor; éste, el Don.

Treinta años de gobierno de una sola persona, son muchos años; La Constitución Liberal Republicana fue usada con deslealtad a sus principios, por el sucesor del señor Juárez, como un manto sagrado en cuyos pliegues asomaba sin escrúpulos el rostro de la iniquidad.

Sebastián Lerdo de Tejada es el puente de gobierno entre el Señor Juárez y Don Porfirio. Sucesor inmediato de aquél, a pesar de su capacidad y energía, fue tan sólo lucero en el cielo de la política, en el que con luces propias el sol Juárez todavía renace con el alba para el pueblo mexicano.

El indio Juárez, el jurista Juárez, el republicano Juárez, el trashumante defensor de la justicia, solo y bajo el impulso de la dignidad y amor patrio, recorre de tumbo en tumbo los más remotos e intransitables para otros, caminos de México, en su respetuoso e impresionante carruaje negro, en el cual, permanecía latente la esperanza. Juárez no se equivocó, el pueblo mexicano la llenó de vida y hoy sigue vigente, convertida en ley suprema en la ciencia nacional.

Don Porfirio Díaz tenía algo de zorro y de león. Fue el “príncipe” que siguiendo por instinto político, los sabios consejos que a Lorenzo “El Magnífico” pretendiera dar Nicolo Maquiavelo, supo cohesionar un Estado debilitado por la esparcida ambición de caudillos regionales, consolidando la voluntad popular en torno a un proyecto nacional de Estado.

Hábil, astutamente, siguiendo premeditado plan, Don Porfirio distribuye entre sus generales ansiadas canonjías para mantenerlos bajo una gratitud comprometida, alejados entre sí y entretenidos en los cuidados de sus particulares bienes. Al ejército lo dividió en unidades pequeñas desparramadas por todo el territorio, en lugares que hicieran imposible contacto inmediato entre unas y otras. El viejo zorro se reserva un ejército privado de rufianes a quienes llaman sus bravi, prestos a aterrorizar a sus enemigos o disidentes y aptos para destruir periódicos o eliminar complacientemente a sus opositores.

En tanto la nación sufría la zafia e impune acción del bandolerismo, hombres brillantes como Justo Sierra, Francisco Bulnes o Emilio Rabasa, prendían sus luces para atacar con el fuego voraz de su crítica, los postulados de la constitución juarista (1857) que impedía la supraordinación principesca del Ejecutivo y la subordinación vasalla de los otros dos poderes: el legislativo y el judicial.