30/9/08

ZOZOBRA

¡Qué mal poeta dio a luz
la criatura!

Si apenas si se mueve.
Si apenas llanto tierno
lagrimean sus ojos.
Sus brazos deletrean
la mirada.
Se asustan los ensueños
de tanta iglesia
y campanadas tristes.

Por la ruta del día,
trashumante,
vaga el recuento
de miserias humanas.
Si apenas el asombro
de algún choque
y charcos de inmundicia
en todas partes.

¡Qué poca madre
tiene el mundo, madre!
¡Qué poca madre!
¡Y todavía hay que darle
gracias a Dios
antes que se haga tarde!
Agua de estiércol, lodo
y mezcla de fétidos olores
encabrona de angustia
los reclamos.
Lo que viene y no viene:
zozobra, incertidumbre.
¡Qué poca madre tienen ellos, madre!
¡Qué poca madre!

29/9/08

SEGURIDAD III

f) Seguridad social

José Manuel Lastra[1] explica que la necesidad de seguridad se traduce, por parte de los seres humanos, en la de conservar el bien logrado y la de evitar los males que contra él conspiran.

En el individuo está presente en su pretensión de protegerse contra la incertidumbre futura, contra la miseria que podría surgir al disminuir sus capacidades físicas e intelectuales.

Así la seguridad social tiene por objetivo “crear en beneficio de todas las personas y sobre todo de los trabajadores, un conjunto de garantías contra ciertas contingencias, que pueden reducir o suprimir su actividad, o bien, imponerles gastos suplementarios” (Setter, p. 9).

La idea de seguridad social es la respuesta a una demanda universal, a una acción sin fronteras que beneficie a toda la humanidad y a todas las sociedades.

El artículo 123, fracción XXIX da fundamento de utilidad pública a la Ley del Seguro Social. Lastra y Lastra, siguiendo a Guillermo Cabanellas nos dice que la utilidad pública es aquella “que resulta de interés o conveniencia para el bien colectivo, para la masa de individuos que componen al Estado, o, con mayor amplitud, para la humanidad en su conjunto”.

En consecuencia, la idea de utilidad particular induce a un provecho o beneficio económico jurídico para un individuo, aún cuando se afirme que: “por paradoja económica, la utilidad pública no consiste en lograr la utilidad particular para todos”. (Cita a Cabanellas, tratado de política laboral y social, t. III, Buenos Aires, Heliasta, 1976, p. 291, en su apoyo).

El artículo 2º de la Ley del Seguro Social de nuestro país, establece que las finalidades de la seguridad en México, son las de garantizar el derecho humano a la salud, a la asistencia médica, la protección de los medios de subsistencia y los servicios sociales necesarios para el bienestar individual y colectivo.

La fracción XXIX del citado artículo 123 constitucional al darle rango de utilidad pública y por lo tanto de observancia obligatoria en todo el territorio del país a la Ley del Seguro Social, nos dice que ésta comprenderá seguros de invalidez, de vejez, de vida, de cesación involuntaria del trabajo, de enfermedades y accidentes, de servicios de guardería y cualquier otro encaminado a la protección y bienestar de los trabajadores, campesinos no asalariados y otros sectores sociales y familiares.

En su artículo 4º la ley reglamentaria califica al seguro social como “un servicio público de carácter nacional”. Esto entraña considerar tal servicio como “una actividad realizada fundamentalmente por la administración pública”. Así, el artículo 5º estipula que “la organización y administración del Seguro Social, está a cargo del organismo público descentralizado con personalidad y patrimonio propios, denominado Instituto Mexicano del Seguro Social”.

g) Seguridad internacional

La Carta de la ONU, de san Francisco, en su artículo 1º., pfo, I, expresa que uno de los propósitos de dicho organismo y tal vez el fundamental es “mantener la paz y seguridad internacionales, y con tal fin: tomar medidas colectivas eficaces para prevenir y eliminar amenazas a la paz y para suprimir actos de agresión u otros quebrantamientos de la paz; y lograr por medios pacíficos y de conformidad con los principios de la justicia y del derecho internacional, el ajuste o arreglo de controversias o situaciones internacionales susceptibles de conducir a quebrantamientos de la paz”.

El término seguridad internacional o seguridad colectiva, es un término que tiene sus orígenes en el preámbulo del Pacto de la Sociedad de Naciones a través del cual éste impone a los pactantes el deber de la solidaridad “para su paz y seguridad”. Hacia 1927 – indica Víctor Carlos García Moreno[2] –, la misma sociedad creó la Comisión de Seguridad cuya finalidad primordial fue la de promover pactos y convenciones tendientes al fortalecimiento de la seguridad colectiva.

En 1945, la Conferencia Interamericana sobre la Guerra y la Paz, celebrada en México, se pronuncia por un “sistema general de seguridad mundial”, lo que constituyó el principio para dar origen al sistema de seguridad colectiva tanto de la ONU como en el seno de la geografía interamericana. Así, la Carta de San Francisco, citada, creó el marco para un sistema mundial y para los diversos sistemas regionales de seguridad colectiva. A partir de entonces, han nacido varios sistemas regionales cuya finalidad es la seguridad colectiva.

Hoy, como resultado de los actos terroristas ocurridos en las torres gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001, y como constancia de la soberbia respuesta hegemónica, militar y política de los Estados Unidos al margen de los postulados de la Carta de San Francisco, el concepto de seguridad internacional ha sufrido transformación fundamental, al igual que el sistema de alianzas entre los Estados. Estas nuevas circunstancias obligan a redefinir a nivel mundial el concepto de seguridad internacional, y, en lo interno, a nuestro país, el concepto de seguridad nacional.

Al producirse una nueva recomendación en el sistema de alianzas y al requerirse una nueva definición de la seguridad internacional, una consecuencia obligada – manifiesta Bernardo Sepúlveda Amor[3] – es determinar en esa nueva realidad los instrumentos que habrá de utilizar el Estado Mexicano para salvaguardar los intereses esenciales de nuestro país.

[1] José Manuel Lastra Lastra, “comentario al artículo 123”, Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, comentada, Tomo II, Décimo primera edición, Porrúa – UNAM, México, 1997, pp. 1296 – 1297.
[2] Víctor Carlos García Moreno, “Seguridad Internacional”, Nuevo Diccionario Jurídico Mexicano, P- Z, Porrúa – UNAM, 2001, pp. 3427-3429.
[3] Bernardo Sepúlveda Amor, “Terrorismo transnacional y seguridad colectiva”, Este País/ revista mensual/ número 140/ noviembre 2002/ pp. 2-14.

28/9/08

TRES CARAS DEL PODER

Todo individuo que vive en sociedad participa -muchas veces sin saberlo-, de la contagiosa actividad política. Los medios de comunicación -prensa, radio y televisión- irrumpen abusivamente en nuestros hogares; nos torpedean mañana, tarde y noche, con noticias -en la mayoría de las ocasiones- que encubren realidades y nos internan con sus comentarios, irresponsablemente, en los vericuetos del quehacer de quienes han hecho del ejercicio político su modus vivendi y su manera personal de obtener, en unos, lícito bienestar económico y, en otros, hartura de sospechables riquezas exhibidas cínicamente a sabiendas de impunidades y compromisos recíprocos.

Hagamos reflexión acerca de las caras que nos muestra, sin reserva alguna, la mayoría de los políticos antes del poder, en el poder y después del poder:

Antes del poder:

Los medios de comunicación se dan a la tarea de difundir nombres, apellidos, antecedentes, intereses, ansias, promesas, bondades, sonrisas, acciones y otras lindezas más de políticos que pagan la construcción de asombrosas imágenes públicas. Pero así como los medios construyen también suelen destruir justa o injustamente el prestigio de quienes no se avienen a desorbitadas cotizaciones publicitarias.

El político en precampaña o en plena campaña en la pretensión de un cargo dentro del sistema, procura mostrar las más convincentes facetas de su rostro. Es alegre, es cordial, es bonachón, es paternal, es fraternal, ¡es un espléndido actor! Saluda efusivamente a todo aquél que encuentra en su camino; ofrece dádivas; hace reconocimientos; reparte despensas, láminas, útiles escolares, y, sobre todo, destila ternura, humildad y afán de sacrificio.

En el poder:

Una vez lograda la anhelada ascensión, bien posesionado, aspirando los aires de triunfo y la vanidad de la gloria, se encierra a piedra y lodo en sus reconfortables oficinas en las que indudablemente las tareas asignadas le impiden el contacto con el público que inútilmente pretende ser escuchado por aquél que rebosante de entusiasmo les abría los brazos en las giras de campaña y juraba a voz en cuello partirse el alma por satisfacer carencias y anhelos populares. Raro es el político que en ese mar tempestuoso de la administración pública, conserva sin marearse, irreprochable conducta a través de la cual los ideales se hacen realidad.

Después del poder:

El tiempo no perdona. Es raudo, es veloz, inmisericorde y su estampa queda plasmada en la historia tanto la oficial como la no oficial, la recogida por alabarderos de oficio y la transmitida por tradición oral de boca en boca por generaciones ya que la memoria es permanente en el alma de los pueblos.

Fuera del poder, cuando las puertas de los partidos se cierran y soplan otros aires y aparecen otros grupos y surgen otros intereses y poco a poco la soledad siembra de hastío la esperanza que se diluye en la angustia del ya no ser, el político derrumbado de su pedestal, cual bandera en derrota, transita por las calles, por los cafés, por los supermercados, por las salas de espectáculos y, actor solitario, perdido el estilo, presenta ante el público en vez de aquel rostro soberbio, la grotesca caricatura de un bufón en una carpa vacía.

¡Dichoso el político que cumplido su deber sigue vivo, permanente en el corazón del sentimiento popular antes del poder, en el poder y después del poder!

CONTROVERSIAS

CONSTITUCIONALES

La controversia constitucional es un conflicto de jurisdicción o competencia entre dos o más poderes gubernamentales, planteada para su resolución ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

En el estudio de esa figura procesal, hagamos las siguientes reflexiones:

Cuando hablamos del Estado Mexicano, solemos confundir el concepto Estado con el concepto Nación. Creemos que son sinónimos. Sin embargo, la diferencia estriba en el elemento “autoridad” del que carece la Nación y el cual da vida al Estado.

La Nación es una comunidad social unida por sus tradiciones, costumbres, sentimientos, apremios, ideales, cultura y lengua y que, sin perder su fisonomía frente a otros grupos sociales, se perpetúa en el tiempo.

Cuando esa comunidad evoluciona y se da una forma de gobierno, cuando nace a la vida política e instituye autoridades a las que inviste de facultades para gobernar, la Nación se convierte, a partir de ese momento, en Estado.

Son tres los elementos del Estado: el pueblo, el territorio y el gobierno. Por eso en la doctrina se define al Estado como una comunidad de seres humanos, asentada en un territorio, en el cual el elemento autoridad subordina a los gobernados y limita los actos de los gobernantes bajo el imperio de la ley.

No es concebible el Estado sin el derecho. El Estado de derecho es aquél en el cual tanto gobernados como gobernantes actúan bajo el imperio de la ley (jus imperii).

La norma superior en el Estado de derecho es la Constitución. El concepto Estado lo empleamos, en sentido amplio, al referirnos a la competencia federal que comprende, con las reservas de ley, a todo el territorio nacional; y, en sentido estricto, cuando hacemos referencia a la competencia local que corresponde exclusivamente, a cada uno de los Estados-miembros que integran la federación.

La finalidad de todo Estado es el bien común, la protección y seguridad de las personas, así como la vigencia sociológica de la ley, bajo el sometimiento al derecho de los actos tanto de gobernados como de gobernantes.

Vivimos bajo la forma de un gobierno federal que permite la coexistencia de dos poderes: el federal y el local (correspondiendo éste a cada uno de los Estados que integran la Federación). El artículo 124 de la Constitución General de la República establece que las facultades que no están expresadamente concebidas por dicha Constitución a los funcionarios federales, se entienden reservadas a los Estados.

Tanto los Estados (poder local) como la Federación (poder federal) son personas morales de derecho público, en virtud de que son centros de imputación de derechos y de obligaciones, con capacidad tanto de goce como de ejercicio de esos derechos.

Nuestra forma de gobierno federal fue creada y organizada por el Congreso Constituyente reinstalado a la caída del efímero imperio de Iturbide. Dicho Congreso inició sus labores el 5 de noviembre de 1823 y el 31 de enero de 1824 expide el Acta Constitutiva en la que establece (artículo 5º) la forma federal y enumera (artículo 7º) los Estados de la Federación. De esta manera aparecen por primera vez de hecho y de derecho, los Estados de la República, ya que en lugar de que éstos hubiesen dado el Acta, fue este documento quien dio vida constitucional a los Estados. Así, nuestro sistema federal nace del supuesto de un pacto entre Estados preexistentes que acuerdan delegar ciertas facultades en el poder central, reservándose las restantes, adoptando para ello, en el artículo 124 de la Constitución, el sistema norteamericano.

Tena Ramírez (1) señala que cualquiera que sea el origen histórico de una federación, ya lo determine por un pacto entre Estados preexistentes o por la adopción de la forma federal por un Estado primitivamente centralizado (caso de México), de todas maneras corresponde a la Constitución hacer el deslinde de las jurisdicciones (tanto la federal como las locales). Sin embargo, se advierte que en el primer caso los Estados pactantes transmiten al poder federal determinadas facultades y se reservan las restantes; en el segundo, en cambio, es a los Estados a quienes se confieren las facultades enumeradas, reservándose el poder federal las restantes. Los Estados Unidos adoptan en su Constitución el primer sistema (y nosotros también); Canadá, el segundo.

La diferencia entre la evolución histórica de uno y otro sistema federal cobra interés práctico en el momento en que se trata de resolver la duda acerca de a quién corresponde determinada facultad. En nuestro sistema, adoptado del norteamericano, donde el poder federal está integrado por facultades expresas que se le restaron a los Estados, la duda, afirma Tena, debe resolverse en favor de los Estados, no sólo porque éstos conservan la zona definida, sino también porque la limitación de las facultades de la Federación dentro de lo que expresamente le está conferido, es principio básico de este sistema. En el otro sistema, el adoptado por Canadá, la solución de la duda debe favorecer a la Federación.

Ahora bien, de acuerdo a lo establecido por el artículo 105 constitucional, antes de la reforma decretada por el Presidente Zedillo el 10 de mayo de 1995, “corresponde sólo (es decir, únicamente) a la Suprema Corte de Justicia de la Nación conocer de las controversias que se susciten entre dos o más estados, entre los Poderes de un mismo Estado sobre la constitucionalidad de sus actos y de los conflictos entre la Federación y uno o más Estados, así como de aquellas en que la Federación sea parte en los casos que establezca la ley”.

Las atribuciones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación para conocer de las controversias constitucionales data de la Constitución de 1824, refrendadas en las Bases Orgánicas de la República Mexicana de 1842, igualmente en el Estatuto Orgánico Provisional de la República Mexicana del 23 de noviembre de 1855, así como por el artículo 98 de la Constitución de 1857, y por el artículo 104 del proyecto de don Venustiano Carranza. Cabe señalar que en los debates provocados por los diputados que pretendieron que la Suprema Corte conociera igualmente de las controversias de orden político, el Congreso se inclinó porque el más alto Tribunal de la Nación se ocupe sólo (de solamente) de conocer de materias de naturaleza constitucional en las que esté facultada para decir la última palabra, evitando toda controversia política, aún cuando sea política y constitucional al mismo tiempo, pues debe ser ajena su participación tanto en unas como en otras por corresponder al juicio político a secas. (Diario de los Debates, tomo II, páginas 335 y siguientes).

El vigente artículo 105 constitucional establece que la Suprema Corte de Justicia de la Nación conocerá, en los términos que señale la ley reglamentaria, de los asuntos siguientes:

1. De las controversias constitucionales que, con excepción de las que se refieren a la materia electoral, se susciten entre:
a) La Federación y un Estado o el Distrito Federal;
b) La Federación y un municipio;
c) El Poder Ejecutivo y el Congreso de la Unión; aquél y cualquiera de las Cámaras de éste o, en su caso, la Comisión Permanente, sean como órganos federales o del Distrito Federal;
d) Un Estado y otro;
e) Un Estado y el Distrito Federal;
f) El Distrito Federal y un municipio;
g) Dos municipios de diversos Estados;
h) Dos Poderes de un mismo Estado, sobre la constitucionalidad de sus actos o disposiciones generales; y
k) Dos órganos de gobierno del Distrito Federal, sobre la constitucionalidad de sus actos o disposiciones generales.

Siempre que las controversias versen sobre disposiciones generales de los estados o de los municipios impugnadas por la Federación, de los municipios impugnadas por los Estados, o en los casos a que se refieren los incisos c), h) y k) anteriores, y la resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación las declare inválidas, dicha resolución tendrá efectos generales cuando hubiera sido aprobada por una mayoría de por lo menos ocho votos. (Los ministros son once).

En los demás casos, las resoluciones de la Suprema Corte de Justicia tendrán efectos únicamente respecto de las partes en la controversia.

La Constitución expresamente impone límites a las funciones, jurisdicciones y competencias. Ningún poder puede erigirse en un suprapoder en detrimento de los demás. En el Estado de derecho sólo existe un poder superior: el de la propia Constitución, depositaria de la soberanía popular.

1.- Tena Ramírez, Felipe, Derecho Constitucional Mexicano, Edit. Porrúa, México, 1975, pp. 117-123.

ACTEAL

El hombre caminaba reflejando en sus ojos impotencia, dolor, frustración, angustia, ira reprimida. Caminaba cargando entre sus brazos un pequeño envoltorio blanco, sin vida, lirio de la inocencia, víctima de la masacre. ¡Acteal! ¡Acteal!

El hombre se detiene, deposita en el suelo su carga amorosa y comienza a escarbar la tierra con sus manos, garras desesperanzadas, dedos desesperados, sangre de humillaciones, lágrimas sin lamentos.

El pequeño envoltorio es acunado por el hombre en la fosa excavada con sus manos. Lo cubre con la tierra, con el manto de su mirada, con su bendición de padre.

El viento aúlla como fiera enardecida, la tolvanera agita banderines de luto; la muchedumbre pasa como sombras del silencio. La aridez siembra de sed el campo.

La tierra ha sido abonada con el alma de la inocencia. En ese sitio habrá de germinar carne de lirio. Crecerá con el tiempo silvestre arbolillo que ofrendará a los cielos su copa de luz y de trinos. Su copa de amor y de ternura.

Mañana, tal vez, la madera de los árboles será cuna sagrada de niños silvestres.

El crepúsculo cierra los párpados del día. Una nueva alborada anuncia rebelión o gloria. Sueño o realidad. Victoria o derrota de los débiles. Rotunda luz del futuro que, acaso, está por llegar.

SEGURIDAD II

Contradicción entre seguridad jurídica y seguridad pública.

En relación a este tema, Sergio García Ramírez[1] comenta que la seguridad pública puede ser examinada – y suele serlo – bajo dos perspectivas. La primera de ellas, la más elemental y, por supuesto, la menos eficaz y convincente, es la estrictamente policíaca. Desde este punto de vista, la seguridad es apenas un asunto de las fuerzas del orden público: policía, en primer término, y ejército, en último análisis. Dentro de esta misma versión de la seguridad pública – explica que – juegan un papel dominante los órganos de procuración y administración de justicia. La segunda perspectiva, obviamente más racional y satisfactoria, aborda el tema a través de sus causas, no sólo de sus síntomas; rehúsa la explicación trivial de la inseguridad y demanda la entronización de verdaderos factores – profundos y persistentes – de seguridad pública. Se trata, así, de una versión integral del fenómeno, que destaca los datos políticos, económicos, culturales, sociales, etc., de la seguridad individual y colectiva.

Esa versión – asienta – se puede sintetizar: una sociedad oprimida e injusta es una sociedad insegura, no obstante los aprestos represivos que se pongan en movimiento para disuadir o cancelar las conductas tituladas como antisociales. Desde luego, la perspectiva integral acerca de lo que debe entenderse por seguridad pública – y de su contrapartida, la inseguridad – no excluye el debido despliegue de métodos preventivos y persecutorios de carácter policial o punitivo.

También señala que la adición de tres párrafos al artículo 21 constitucional, en el proceso de reformas de 1994, tiene raíces en ambas perspectivas sobre la seguridad, aunque domina, evidentemente, las conectadas con la noción policíaca de este asunto. En esos párrafos advierte cuestiones que corresponde a dos categorías en la consideración del problema, a saber: conceptuales e instrumentales.

García Ramírez explica que la iniciativa del ejecutivo Federal planteó al Constituyente dos nuevos párrafos en el artículo 21. El primer párrafo estuvo redactado en la forma siguiente: “La seguridad pública estará a cargo del Estado. La actuación de las policías de la Federación, de los Estados y de los Municipios, se regirá por los principios de legalidad, honradez y eficiencia”. El segundo párrafo sostenía: “La Federación, los Estados y, el Distrito Federal y los Municipios están obligados a coordinarse en materia de seguridad pública, en los términos que la ley señale”.

El Congreso, – añade –, al revisar la iniciativa determinó precisiones o modificaciones importantes en el texto propuesto. Ante todo, quedó en claro el reconocimiento de que la seguridad pública es una función estatal. Ahora bien, el constituyente procuró definir este punto a la luz de ciertas inquietudes federalistas, – o bien, si se prefiere, en virtud de reglas determinadas sobre distribución de atribuciones y actividades – que han dominado, cada vez más, el discurso político actual. De ahí que se dijera: “La seguridad pública es una función a cargo de la Federación, el Distrito Federal, los Estados y los Municipios, en las respectivas competencias que esta Constitución señala”. Esta expresión – orienta García Ramírez –, tiene mayor hondura, por supuesto, que el simple mandato acerca de la coordinación operativa contenido en el proyecto de reforma constitucional.

El texto – agrega –, aprobado por el Constituyente manifiesta mejor que la iniciativa la idea contenida en ésta, que no solamente mira a ciertas actividades coordinados, sino que además pretende instaurar un “sistema nacional de seguridad pública”, tal como lo expresa el último párrafo del artículo 21.

Estos señalamientos sustantivos de la ley suprema cuentan, en el mismo ordenamiento fundamental, con previsiones instrumentales necesarias. En efecto, - nos dice –, la fracción XXIII del artículo 73 faculta al Congreso de la Unión para “expedir leyes que establezcan las bases de coordinación entre la Federación, los Estados, el Distrito Federal y los Municipios, en materia de seguridad pública, así como para la organización y funcionamiento de la carrera policial en el orden federal”.

Cabe anotar que el 8 de diciembre de 1995 fue expedida la Ley General que establece las Bases de Coordinación del Sistema Nacional de Seguridad Pública, que aparece impresa en el Diario Oficial de la Federación del 11 del mismo diciembre. Este ordenamiento contiene definiciones acerca de la materia que aborda, y establece un Consejo Nacional de Seguridad Pública, en el que figuren los secretarios de Gobernación, que lo preside, y Defensa, Marina y Comunicaciones y Transportes, los gobernadores de los estados, el jefe de gobierno del Distrito Federal y el procurador general de la República, así como un secretario ejecutivo del sistema. Este consejo tiene atribuciones de coordinación, más bien que de autoridad.[2]

Además, García Ramírez aconseja como necesario, cuidar escrupulosamente la orientación y suficiencia de las leyes en materia de seguridad pública, persecución de delitos o auxilio procesal que se propongan coordinar las atribuciones de autoridades federales y estatales (no se diga los ordenamientos – tratados, convenciones o simples acuerdos ejecutivos – que tengan la misma intención en el plano internacional). Y expresa su rechazo por indeseable, el dejar un espacio excesivo a los acuerdos administrativos, donde queden en predicamento las atribuciones de las autoridades y los derechos de los ciudadanos.[3]

d) Seguridad nacional

Al ocuparse del tema relativo a la seguridad nacional, J. Jesús Orozco Henríquez [4]observa que aun cuando la expresión “seguridad nacional” sea un término que carece de significado preciso, por lo general se hace con él referencia a todos aquellos programas, medidas e instrumentos que cierto Estado adopta en defensa de sus órganos supremos respecto a un eventual derrocamiento violento provocado por un movimiento subversivo interno o una agresión externa.

Orozco Henríquez advierte igualmente que la “seguridad nacional” no se concreta a la capacidad militar para evitar dicho eventual derrocamiento sino que, en general, también implica la habilidad del gobierno para funcionar con eficiencia y satisfacer los intereses públicos; virtualmente, cualquier programa gubernamental, desde la capacitación militar hasta la construcción de vías generales de comunicación y la educación misma (con independencia de lo controvertido que pueda ser desde el punto de vista político, tomando en cuenta las prioridades del Estado), puede – nos dice –, justificarse en parte, por proteger la seguridad nacional. En efecto – agrega –, algunas de las medidas adoptadas por los diversos sistemas jurídicos para evitar su destrucción o el derrocamiento de sus órganos supremos, con frecuencia se han considerado violatorias de los derechos humanos, en concreto, de las libertades políticas, presentándose por lo general una tensión entre éstas y la denominada “seguridad nacional”.[5]

Cabe anotar que el artículo 89 fracción VI de nuestra Carta Magna establece entre las facultades y obligaciones del Presidente de la República, la obligación de preservar la seguridad nacional y la facultad de disponer de la totalidad de la Fuerza Armada permanente o sea del Ejército, de la Armada y de la Fuerza Aérea para la seguridad interior y defensa exterior de la Federación.

e) Seguridad privada

Dado el avance de la calificada, por los medios de información, delincuencia organizada, que ha sembrado justificado temor entre comerciantes, empresarios, políticos, grandes agricultores, ganaderos y todos aquellos cuyas posibilidades económicas los hacen preocuparse de ser víctimas en potencia de los secuestradores, dio margen a la creación de instituciones particulares de protección, para el resguardo de su integridad física o protección individual, originando así la existencia de empresas de “seguridad privada” que prestan hoy a los ciudadanos “servicios de protección particular”. Igual servicio prestan a personas jurídicas.

[1] Sergio García Ramírez, “Comentario al artículo 21”, Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, Comentada, Tomo I, Décimoprimera Edición, Porrúa – UNAM, México, 1997, pp. 288-291.
[2] Loc. cit.
[3] Loc. cit.
[4] Jesús Orozco Henríquez, “Seguridad Nacional”, Nuevo Diccionario Jurídico Mexicano, T. P- Z, Porrúa – UNAM, México, 2001, p. 3430.
[5] Loc. cit.

NOCHE DE LOS INOCENTES

A la ronda del niño
que hace en las nubes
la casa de juguetes
de los querubes.

Estamos en el año 40 a. de J.C., el senado romano corona a Herodes el Grande, Rey de Judea. Hombre cruel, soberbio, atenaceada su alma por los celos ordena el asesinato de su mujer Mariana y a tres de sus hijos, al igual que a numerosos personajes de quienes sus obsesiones le hacían sospechar infidelidad. La Biblia atribuye a este rey el haber ordenado la degollación de los Inocentes.

Narra la Enciclopedia libre Wikipedia[1], que el Día de los Santos Inocentes lo instituyó Herodes Agripa II, nieto del Rey Herodes, quien en su trigésimo aniversario tomó la determinación de honrar la memoria de su abuelo, en conmemoración del sangriento edicto promulgado por éste, de degollar a todo niño menor de dos años de su edad, empadronado en Belén, por miedo al vaticinio de que uno de estos menores se convirtiese en Rey de los Judíos.

Narra la Enciclopedia que Herodes Agripa II en celebración de su trigésimo cumpleaños, el 28 de diciembre organiza una fiesta que dura una semana, cuyo comienzo fue el último día de las Saturnales –“para no enfriar el regocijo del pueblo”, según sus propias palabras, conservadas por historiadores de la época- y, cuyo momento inolvidable por los recuerdos de su crueldad sería el día 28. a ese ágape llegaron invitados dignatarios de diferentes países (incluidos aquellos que no conservaban buenas relaciones diplomáticas con el imperio), además del pueblo sin distinción de clases. Para la gran fiesta se sacrificaron decenas de reses, cabras, corderos y se escancearon ríos de vino entre los miles de asistentes al multitudinuario acontecimiento, unidos todos, revueltos, en alegre algarabía sin importar las diferencias sociales. Amanece día pleno de frialdad. Fecha de su onomástico, Herodes convoca a todos sus ministros en sesión especial en la cual proclama, ante el azoro de los allí presentes, que dictaría condenas y drásticos castigos para todo aquel que no hubiese acatado las leyes imperiales o hubiese mantenido alguna confrontación con Roma durante el transcurso de la última década de su reinado. Los historiadores cuentan que entre aquellas condenas redactó penas de muerte y torturas de todo tipo, multas de miles de denarios, destierros a los lugares más alejados del planeta, largas reclusiones carcelarias e incluso varias órdenes que autorizaban yacer con las esposas de algunos de los invitados durante todo el año siguiente, por incumplimiento del deber carnal por parte de sus maridos. Aterrorizados los convidados, tras habérseles hecho entrega muy temprano, aquella mañana, de los sorpresivos edictos, y aún bajo los efectos de las libaciones de la noche anterior, pretendieron inútilmente huir, ya que fueron retenidos por la guardia pretoriana, previamente apostada por órdenes del rey en cada salida de la ciudad. El pánico hizo presa entre todos los convidados, que fueron obligados por Herodes a participar de los actos de celebración de ese día y a agasajarle con los regalos que cortesanamente habían llevado ex profeso, tal como estaba previsto, para el gran acontecimiento. El rey hace caso omiso de las temblorosas manos, de las miradas de súplica, del tartamudeo, de la palidez cadavérica de los asistentes, quienes dejando manjares y vinos sin probar, sobre las abundantes, servidas mesas, continuó gozoso el festejo a su recién estrenada década con loco y con loca y pavorosa alegría.

Recientes investigaciones han puesto al descubierto varias misivas, entre antiguos documentos oficiales, de aquellos dignatarios asistentes al ominoso banquete, con el sello imperial de Herodes Agripa II y una sola palabra escrita: “innocens”, por lo que investigadores tenaces sospechan que fue la terrorífica payasada llevada a fin por la locura de Herodes, la que se conmemora desde aquel año y no la versión que hace circular la iglesia católica.

Sin embargo, la Biblia de Jerusalén describe que nacido Jesús en Belén de Judea en tiempo del Rey Herodes, unos magos llegados de Oriente se presentaron en Jerusalén, preguntando: “¿Dónde está el Rey de los Judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle”. Llegado a los oídos del Rey Herodes esta pregunta se sobresalta y con él toda Jerusalén. De inmediato convoca a los sumos sacerdotes y escribas del pueblo y por ellos recibía información del lugar donde habría de nacer el Cristo. “En Belén de Judea, porque así está escrito por medio del profeta”, le informaron.

De inmediato Herodes llamó aparte a los magos y por los datos que éstos le proporcionaron precisó el tiempo de la aparición de la estrella. Después, enviándolos a Belén, les dijo: “Id e indagad cuidadosamente sobre ese niño; y cuando le encontréis, comunicádmelo, para ir yo también a adoradle.” Después de escuchar al rey, los magos se pusieron en camino, y he aquí que la estrella que habían visto en el Oriente iba delante de ellos, hasta que llegó y se detuvo encima del lugar donde estaba el niño. Al mirar la estrella sus ojos se iluminaron de inmensa alegría. Entraron a la casa, vieron al niño en brazos de su madre, María, y postrándose le adoraron; abriendo sus cofres le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra. Y avisados en sueños que no volvieran donde Herodes, retornaron a su país por otro sendero.

Después que los magos se retiraron, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: -“Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarle”-. José se levantó, tomó de noche al niño y a María, y huyó a Egipto; allí estuvo hasta la muerte de Herodes para que el oráculo del Señor se cumpliera por medio del profeta.

Herodes, enfurecido por la huída de José con el niño y María, sintiéndose burlado por los magos ordenó matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años de edad para abajo, según el tiempo precisado por los magos.

Esto aconteció hace muchos años y parece que fue ayer. Nuestros niños son el hermoso regalo que Dios ha dado a la humanidad. Rumores ensombrecedores, incubados en la crueldad y el desamor, provocando zozobra social, sólo pueden caber en mentes alucinadas.

La noche del 15 de septiembre en Tabasco, en México, no fue de alegría ni de la Independencia. Fue la noche de la angustia, del miedo, de la desesperación ante la amenaza del secuestro inconcebible, de cincuenta niños, sin distinción de clase social. Esa noche inolvidable fue: La Noche de los Inocentes.
[1]

EL RUMOR

El rumor es el teléfono inalámbrico del vecindario. De oído a oído transita imperceptible por imaginativas y sanas conciencias de honestísimas damas de lavadero, enarcando cejas, dilatando pupilas de asombro y dibujando morbosas sonrisas de satisfacción.

El rumor, planta parásita y trepadora, desconoce linderos sociales. Lo mismo asciende hasta las más altas cumbres, que desciende a los albañales para alimentarse de calumnias.

El rumor se despierta con el alba, ambula por las calles agazapado en las bocas sin escrúpulos de quienes gozan íntimamente, la fiesta infernal del desprestigio gustoso. Toma el fresco en la banca de algún parque populoso, en busca de clientela oportuna; hojea revistas, para orejas, tensa la lengua, mientras espera el turno de corte de pelo en las peluquerías de baja o refinada elegancia; reserva sitio, espacio, silla y taza en las mesas de cafés más concurridos. Desgrana con soberbia altanería sus malintencionadas palabras que encuentran caja de resonancia entre el compacto círculo de simpatizantes que, forzados por la dicha de pasar el rato, aumentan con su comentarios, colas y cabezas a la infamante noticia del vulgar comunicador.

Tela de Ariadna, urdimbre de sombras. Tejido de resentimientos, pútrido filtro de heces sociales, el rumor embarra, salpica, tiñe, sin importar a quién.

Gendarme de guardia, vista aduanal, corriente censor de las conductas públicas o privadas, organiza expedientes de mentiras, de tendencia y fantasías, de alarmantes irrealidades, para fomentar en contra de su víctima, el descrédito y en la santísima boca de los santiguados, la reventada expresión de falso compadecimiento: “¡Quién lo iba a creer!”.

La hidrofobia del rumor ataca por el sólo placer de atacar a quien se le ponga en la mira, a su alcance. Su dentellada es cruel, suele inferirla ante la pasiva actitud testimonial de quienes lo recogen y guardan celosamente en su consciencia, para esparcirlo oportunamente en lugares de mayores privilegios y, en los cuales, la ofidia lengua vibra sin comprometerse, apoyada en el preámbulo: “¿Ya saben lo que dicen por allí?”... “Esto que te digo no lo cuentes, guárdatelo”... “De buena fuente me dijeron”... “Quien está en capilla es perengano”... “A mi no me gusta el chisme, pero me acabo de enterar”... “Yo no sé, verdad o mentira, pero lo cierto es”...

Disolvente social, sembrador de dudas, provocador de incertidumbres, mensajero de frustraciones, el rumor daña no solamente al escogido, sino a toda la sociedad. Práctica degradante, vicio de ociosos labios, herramienta del intrigante, su cotidiano ejercicio da la medida de quienes lo admiten en su círculo, en su mesa o en sus honorables hogares.

Producto de la envidia, del rencor, de la amargura, de la ambición nociva, del aniquilante interés de facción o de grupo, el rumor halla abono en la irresponsable complacencia de quien o quienes, por debilidad, indiferencia o cobardía, lo toleran, convirtiéndose con su silencio en pusilánimes partícipes de la calumnia arrojada sin escrúpulo a sus perplejos rostros de víctimas en potencia.

El rumor desconoce la gratitud. Olvida la lealtad. Es el tatuaje del marinero en tierra que ha perdido por indeciso y ambicioso, la oportunidad de viajar en el barco que con toda seguridad llegará a su destino. La brújula así lo señala.

EL MIEDO

El miedo está ahí, presente, eternamente presente, vistiendo sus harapos de tiempo, de soledad, baldío de ternura, de esperanzas y ensueños. Todo lo conmueve y desespera, lo asombra, inmoviliza o desmorona. Es el imperio de lo trágico, fantasmal y agónico. Es la fecha que nunca llega; la ilegible letra de lo desconocido; el ansia de ser, de estar, de vivir, de amar, de poseer, de realización. Irrumpe con su antigua, primitiva máscara y se planta frente a nosotros empuñando flores marchitas o deshojando mariposas nocturnas.

Es la pesadilla de lo cotidiano arrastrando escandalosos eslabones de una herrumbrada cadena de frustraciones. Es la amarga realidad del misterioso porvenir; la agenda en blanco del moribundo; la sentencia de muerte suspendida sobre la frágil, pendiente existencia del dudoso culpable. Columna vertebral helada de pasiones.

El miedo es real e imaginario, incesante, ubicuo, sin edades, geografías fijas o seguro destinatario. Es el primer llanto del recién nacido y el último aliento del crucificado.

En vano los conjuros, las prácticas de hechicerías, los estragos de la droga, del alcohol, la blasfemia o la súplica, quien esté poseído del miedo transita bajo su impulso sin escapatoria alguna. Expulsarlo, hacerlo ajeno, rechazarlo, es la gloria de los héroes. Es la hazaña de la redención.

Porque el hombre es fabricante de olvidos, en sus recuerdos ignora que es el inventor de sus propios miedos. Otro hace la oscuridad, la noche, la lluvia, los truenos, los relámpagos; otros son los verdugos, los creadores del cadalso, de la guillotina o la horca; otros los que aprovecharon la rueda, la máquina de vapor, las computadoras, el reloj checador; otros, quienes se erigieron en dioses; y, otros los solitarios prometeos con su antorcha encendida, iluminando hacia el futuro o al alba.

De lo divino a lo profano, retumban los cascos de lumbre del miedo agitando banderas de espanto. Es la arruga del tiempo que, imprevista, amanece en el rostro del espejo; el primer anuncio en el cabello, del cambio de estaciones; la vanidad con medias retorcidas; el desmedido afán de permanente juventud.

Entre el ser y el no ser, el miedo es péndulo marcando el destino del hombre. Nervios de acero, tranquila indiferencia, inalterable faz, provocan en el miedo cambio de rumbo y de víctimas. Excluir el miedo de nosotros mismos, es crecer, madurar, trascender la noche y prever el futuro.

Lo profano crea lo divino, mas lo divino alimenta lo profano. Desdoblamiento del mundo. Carne y espíritu. Azul e infinito.

El miedo es el temor a lo desconocido, al castigo, a la soledad, al vacío, a la cumbre o al precipicio.

El miedo es el impulso que previene ante indicios, amenazas o rumor. Es el contenido de una norma hecha realidad en la conducta del infractor. Es la verdad real encajando perfectamente en el marco de la verdad jurídica. Es continente y contenido. Odio y amor. Amorodio de ángeles que han perdido en el vuelo sus alas.

El miedo es un demonio familiar que el hombre lleva siempre consigo. ¿Quién domina a quién?

Vencedores del miedo ha hecho la historia. Seguro es el camino desbrozado por ellos. Quien valientemente sostenga no haber sentido miedo jamás, es un cobarde.

SEGURIDAD I

CONSIDERACIONES GENERALES

a) La calidad de seguro

La seguridad es la calidad de seguro. Ahora bien, el vocablo seguro contiene las ideas de libertad, exención de peligro, de daño, de riesgo, confiabilidad, tranquilidad, certidumbre, firmeza, paz.

La libertad es un derecho inherente a la naturaleza del ser humano, quien la posee, en tanto que nada ni nadie la perturbe o lo despoje de la misma. La seguridad, como ya vimos, nos da la certidumbre de estar exentos de peligro, de daño, de riesgo o abusos contra nuestra persona, derechos o bienes; nos proporciona confiabilidad, tranquilidad, firmeza y paz.

En el mundo del derecho y en el Estado sujeto al derecho, podemos observar las similitudes o diferencias entre los términos seguridad jurídica, seguridad pública, seguridad ciudadana, seguridad privada, seguridad social, seguridad nacional, seguridad estatal, seguridad de Estado, seguridad internacional y seguridad humana.

b) Seguridad jurídica

Para Jorge Adame Godard[1] la seguridad es la certeza que tiene el individuo de que su situación jurídica no será modificada más que por procedimientos regulares, establecidos previamente.

Explica que la seguridad jurídica podemos considerarla desde dos puntos de vista: uno objetivo y el otro subjetivo. Así, desde el punto de vista subjetivo equivale a la certeza moral que tiene el individuo de que sus bienes le serán respetados; pero esta convicción no se produce de hecho si en la realidad no existen en la vida social las condiciones necesarias para tal fin: la organización judicial, el cuerpo de policía, leyes apropiadas, etc. Por lo que hace al punto de vista objetivo, la seguridad jurídica equivale a la existencia de un orden social justo y eficaz cuyo cumplimiento esté asegurado por la coacción pública.

c) Contradicción entre seguridad jurídica y seguridad pública

Serafín Ortiz Ortíz[2] en su estudio sobre la función policial y la seguridad pública, señala que con el establecimiento del Estado liberal de derecho se irgue como valor supremo de la modernidad, la seguridad jurídica, ya que la sociedad aspira a asegurar sus bienes jurídicos más preciados que, indudablemente giran en torno a la libertad, la igualdad y propiedad privada. De esta manera el fin del Estado – síntesis de la sociedad organizada –, será el de dar seguridad jurídica a los gobernados a través del derecho, y es por ello que se construye la legalidad que funciona como eje del sistema jurídico.

La legalidad representa cualquier posibilidad de garantizar bienes jurídicos, como obligación del Estado. En consecuencia, por medio del sistema normativo los órganos del Estado tienen el deber de proteger los bienes y la integridad personal de los particulares, esto es, de los gobernados, siendo necesario para cumplir este objetivo, la creación de instituciones cuyos propósitos sean concomitantes con el fin estatal.

De esta manera el Estado debe funcionar en su carácter de mandatario de los gobernados, es decir, como protector de los particulares y respetuoso de la voluntad popular, respondiendo a un poder delegado y no omnímodo. Así el Estado manifiesta su rostro pleno de bondad, favorable y positivo para la autorrealización de sus mandantes que adquieren seguridad en posesión de sus más preciados bienes jurídicos bajo su cobertura protectora.

En tales condiciones aparece la seguridad jurídica – como valor – y se manifiesta la legalidad como objetivación de ese valor. De tal modo el Estado debe ser respetuoso siempre de los individuos a quienes confiere una serie de garantías que le permitan seguridad en su autorrealización, pero a su vez, dichas garantías deben ser oponibles, incluso, al propio gobierno. Así es como el Estado se autolimita ya que impera sobre el interés estatal el preciado interés de los gobernados: su libertad, igualdad, propiedad y seguridad jurídica.

Para que el Estado cumpla sus deberes de mandatario de la voluntad popular, crea un órgano de gobierno que, en principio, realiza la función protectora del pueblo. De esta manera el Estado moderno asume como una de sus principales funciones, la de otorgar seguridad al pueblo de éste, facultado para llevar a cabo la seguridad pública, garante de la seguridad de los ciudadanos. Por lo mismo, la seguridad jurídica se apoya materialmente en la seguridad pública y ésta a su vez se legitima si logra cumplir su objetivo de dar seguridad ciudadana. Así vemos que en sociedad, la seguridad ciudadana, individual o privada, sólo se logra si el Estado en cumplimiento del mandato otorgado por el pueblo, cumple sus funciones de mandatario a su mandante, entre otros fines, con el de proporcionarle protección pública a través de los organismos establecidos previamente para ello.

De ese deber estatal surge la necesidad de la función policial del gobierno para garantizar a los ciudadanos la realización de sus valores y para garantizarles además, la protección de sus derechos, bienes y personas, fines de la moderna policía.*

Ahora bien: ¿Qué significado debemos dar a la seguridad pública? – pregunta Serafín Ortiz Ortiz – Y responde: “esto vendría a ser, obviamente algo distinto a la seguridad jurídica que vista como valor tiene su eje en la legalidad. Por lo que hace a la seguridad pública debemos entenderla como la función material del Estado, facultado para cuidar materialmente de aquellos bienes jurídicos tutelados en la legalidad, como la integridad física, los bienes y las cosas de los gobernados. Tanto la seguridad jurídica como la pública están puestas al servicio de los ciudadanos”[3].

Sin embargo, el tiempo provoca cambios. A través de los años transcurridos de la modernidad, el concepto de seguridad pública sufre mutaciones que lamentablemente han distorsionado su finalidad; ahora se entiende que la seguridad pública implica la seguridad del Estado y no como antes, la seguridad de los gobernados. Concretamente: el fin de la seguridad jurídica corresponde (a través del derecho) a la seguridad de los gobernados, o sea a la seguridad individual, a la seguridad ciudadana y, por lo que hace a la función de seguridad pública hoy comprende la seguridad estatal, o bien, la autoconstatación del Estado.[4] Aunque como justificación de la seguridad pública se expongan otras finalidades.[5]

Vistas las argumentaciones que anteceden, hoy la seguridad pública es definida como la actividad principal de la policía; es una función estatal limitadora de las garantías individuales y acaso también conculcadora de la seguridad jurídica, lo que evidencia una clara contradicción.[6]*

[1] Jorge Adame Goddard, “Seguridad jurídica”, Nuevo Diccionario Jurídico Mexicano, Porrúa – UNAM, (P-Z), México, 2001, pp. 3429-3430.
[2] Serafín Ortiz Ortiz, “Seguridad Jurídica versus Seguridad Pública”, FUNCION POLICIAL Y SEGURIDAD PUBLICA, McGraw-Hill, México, 1998, pp. 13-14.
* Serafín Ortiz Ortiz nos recuerda que los ejércitos del medievo eran protectores de los intereses del rey y no del pueblo. Op. cit. p. 14.
[3] Loc. Cit.
[4] Juan Bustos Ramírez, Control social y sistema penal, Promociones y Publicaciones Universitarias, Barcelona, 1987, pp. 494 y ss. Cit. por Serafín Ortiz Ortiz, Op. cit. p. 14
[5] Serafín Ortiz Ortiz, Op cit. p. 14.
[6] Loc. cit.
* JURISPRUDENCIA. “Garantías individuales”. Los derechos que bajo el nombre de garantías individuales consagra la Constitución, constituyen limitaciones jurídicas que, en aras de la libertad individual, y en respeto de ella, se oponen al poder de la soberanía del Estado, quien por su misma naturaleza política y social, puede limitar la libertad de cada individuo, en la medida necesaria para asegurar la libertad de todos; y la limitación de que se habla, debe ser en la forma misma en que se aprecien o definen en la Constitución las citadas garantías individuales, siendo las leyes generales y particulares, el conjunto orgánico de las limitaciones normales que el poder público impone a la libertad del individuo, para la convivencia social, dentro de las mismas garantías individuales, so pena de inferencia absoluta, en caso de rebasarla, porque entonces, dado el régimen de supremacía judicial que la Constitución adopta, se consigue la protección de las mismas garantías, por medio del juicio de amparo.

Quinta época. Instancia: Segunda Sala.- Fuente: Semanario Judicial de la Federación.- Tomo: XL.- Página: 3630.
Amparo administrativo en revisión 3044/33, Compañía Cigarrera Mexicana, S. A., 19 de abril de 1934. mayoría de tres votos. Disidentes: Daniel V. Valencia y Luis M. Calderón. Ponente: Jesús Guzmán Vaca. Apud Marco Antonio Díaz de León, Vademécum Penal Federal, Indepac Editorial, México, 2002, pp. 825-826.

LA LENGUA

Y LA VIRTUD DE LA EUBOLIA

La lengua es rapaz. Melíflua. Irresponsable. Comprometedora. Irónica. Sutil. Inductiva. Convincente. Acusadora. Infamante. Lóbrega. Halagadora. Decente. Indecente. Pulcra. Sucia. Elegante. Vulgar. Educada. Insolente. Culta. Ignorante. Alegre. Triste. Rumoreante. Silenciosa. Sumisa. Rebelde. Soberbia. Modesta. Angelical.

Suele el político usarla de instrumento, ya sea personalmente o a través de sus cortesanos, tanto para fines nobles como para fines que la perversidad macula.

Azorín, en una pequeña obra titulada El Político, publicada en su tiempo por aquella inolvidable colección Austral, aconsejaba a quienes se dedican a la experiencia riesgosa del ejercicio de la política, que para no incurrir en lamentables desaciertos, tuviesen la virtud de la eubolia, que consiste en decir solamente aquello que conviene decir.

¡Cuántos con las palabras convertidas en garras por su lengua, desgarran, emporcan y calumnian a sus víctimas en el oficio mediático que les sirve para alimentar de ruindad a su prole!

¡Cuántos por el irreflexivo uso de su lengua se han precipitado al vacío!

¡Cuántos envuelven su lengua en mieles que destilan en la hábil manera de envolver para fines aviesos a su víctima!

¡Cuántos irresponsablemente mueven su lengua convirtiéndose en cajas de resonancia de aquellos que intencionalmente lanzan el inescrupuloso comentario cargado de cieno, de veneno, de insidia, de perjurio, de mala sangre!

¡Cuántos se comprometen por la liviandad de su lengua en inadvertidos pactos verbales de los que más tarde, inútilmente, se arrepienten!

¡Cuántos haciendo gala de ironías con la vivacidad de su lengua, forjan desafectos!

¡Cuántos con su lengua sutilmente destilan acíbar!

¡Cuántos, inocentes víctimas, son inducidos por su lengua y las ajenas a la frustración, al fracaso, a la desesperación, a la soledad!

¡Cuántos laboran con su lengua la maestría del convencimiento!

¡Cuántos por su lengua hicieron víctimas del patíbulo a cuantos!

¡Cuántos hacen de su lengua temerario instrumento de la infamia!

¡Cuántos a su lengua la convierten en oscuro recinto de presagios negativos!

¡Cuántos disfrazan su lengua con inocentes encajes de halago en el afán de ganar gracia del poderoso!

¡Cuántos son admirados por el uso decente de su lengua!

¡Cuántos obtienen el desprecio público por el indecente uso de su lengua!

¡Cuántos reciben público reconocimiento por la pulcritud de su lengua!

¡Cuántos por su sucia lengua deambulan en el trágico sendero de la nada!

¡Cuántos por la elegancia de su lengua provocan respeto y alegría!

¡Cuántos por la vulgaridad de su lengua sienten en el alma heridas de desprecio!

¡Cuántos por su educada lengua son recibidos con honores!

¡Cuántos por la insolencia de su lengua son el rechazo de la sociedad!

¡Cuántos por su culta lengua merecen que se les escuche!

¡Cuántos por la ignorancia de su lengua provocan lástima o pena!

¡Cuántos por la alegría de su lengua estimulan intensas ganas de vivir!

¡Cuántos por la tristeza de su lengua invitan a la meditación y misericordia!

¡Cuántos por su lengua convertida en cesto de rumores viven el sufrimiento de la sospecha y el desdén público!

¡Cuántos por su lengua silenciosa transitan de la reflexión al saber!

¡Cuántos por la sumisión de su lengua convierten a la cobardía en su estandarte de triunfo!

¡Cuántos por la rebeldía de su lengua develan verdades encubiertas por la corrupción, la impunidad y el poder!

¡Cuántos por la soberbia de su lengua atemorizan, pero al final son irremediablemente aplastados por ésta!

¡Cuántos por la modestia de su lengua alcanzan la santidad o la gloria!

¡Cuántos con su angelical lengua construyen para los ingenuos deslumbrantes paraísos terrenales!
La lengua… la lengua… la lengua, lo mismo construye que destruye. El político que carece de la virtud de la eubolia suele, extemporáneamente, arrepentirse de haber movido su lengua para decir, lo que bien pudo callar a tiempo.

PORFIRIO DIAZ V

ALBA Y OCASO

Los Estados Unidos no habían olvidado la afrenta: la concesión de asilo a Santos Zelaya, presidente de Nicaragua, dispuesto por una revuelta, cuyo líder Juan J. Estrada recibió apoyo de armas y dinero estadounidense. Don Porfirio envía el cañonero, general Guerrero, a rescatar a Zelaya, que se encuentra refugiado en el edificio de la embajada mexicana, y lo trae a México. Tampoco olvida el coqueteo del dictador con el imperio del Sol Naciente, ni las concesiones petroleras a compañías angloholandesas, ni su reiterada negativa a concesionarle los ferrocarriles del Istmo. El Presidente de México, que ha hecho un gobierno fuerte, se mueve con demasiada independencia.

La entrevista a Creelman, invita, cual campanada de iglesia, a participar de un acto de fe: el restablecimiento de la democracia.

Y así como en 1810 el Grito no fue en contra del gobierno de España, sino en contra de la intervención francesa: (“¡Viva Fernando VII y la Virgen de Guadalupe!”), el medroso clamor político de quienes adictos al sistema aspiraban a una parcela de poder, apuntaba no hacia el dictador sino hacia la vicepresidencia. Surgen los partidos políticos que sin ser de oposición, postulan a Bernardo Reyes para este cargo del segundo nivel de jerarquía. Hasta en ese momento nadie piensa en rebelarse.

Madero, entre tanto, abstemio, vegetariano, espiritista, pequeño burgués, hace el milagro de encender la conciencia nacional, primero, de la gente leída, a la que dirige su libro La Sucesión Presidencial, en el que postula urgentemente la restauración de la Constitución de 1857, para hacer posible la elección de un vicepresidente, que bien podría ser él mismo.

Después, el avance de los acontecimientos envuelve a todo y a todos, en un torbellino de pasiones, ambiciones, aciertos, desacuerdos y avance democrático.

En la cárcel, Madero, el pequeño gigante iluminado, escribe con furor patrio el texto del Plan de San Luís, que habría de prender en la esperanza del pueblo mexicano. Se fuga, apretando sobre su corazón el puñado glorioso de su proclama. Huye a través de la frontera a San Antonio, Texas, donde a la usanza de los héroes míticos, se pronuncia en contra del rancio y corrupto poder, bajo el lema: “Sufragio Efectivo. No Reelección”. Ha llegado el ocaso del caudillo.

Lo demás es historia. Pascual Orozco, Abraham González y Villa, en el norte, se levantan en armas; en el sur, Emiliano Zapata lo hace bajo el desesperado grito de gleba: “¡Tierra y libertad y mueran los hacendados!” En la capital se pierde el miedo, crece el rumor en voces y desplantes: ¡Qué dimita el dictador!

Por primera vez en su vida, don Porfirio siente que ahora sí, en serio, ya no habrá más reelección. Urge a través de un cable a Limantour que se encuentra en Francia, a que retorne de inmediato. Este se detiene en Nueva York, y ante lo irreversible de las circunstancias pacta a espaldas del venerable caudillo, con los agentes de Madero, no un armisticio sino la definitiva dimisión de aquél.

El 24 de mayo de 1911, el Diario del Hogar, fundado por Filomeno Mata, anuncia la dimisión. El 25 de mayo se hace pública la renuncia: “El pueblo mexicano, ese pueblo que tan generosamente me ha colmado de honores, que me proclamó su caudillo durante la guerra de Intervención, que me secundó patrióticamente en todas las obras emprendidas para impulsar la industria y el comercio de la República, ese pueblo, señores diputados, se ha insurreccionado en bandas milenarias armadas, manifestando que mi presencia en el ejercicio del Supremo Poder Ejecutivo, es causa de su insurrección.

“No conozco hecho alguno imputable a mí que motivara ese fenómeno social; pero permitiendo o admitiendo, sin conceder, que pueda ser un culpable inconciente, esa posibilidad hace de mi persona, la menos a propósito para raciocinar y decir sobre mi propia culpabilidad.

“En tal concepto, respetando, como siempre he respetado, la voluntad del pueblo, y de conformidad con el artículo 82 de la Constitución Federal, vengo ante la Suprema Representación de la Nación a dimitir sin reserva el encargo de Presidente Constitucional de la República, con que me honró el pueblo nacional; y lo hago con tanta más razón, cuanto que para retenerlo sería necesario seguir derramando sangre mexicana, abatiendo el crédito de la nación, derrochando sus riquezas, segando fuentes y exponiendo su política a conflictos internacionales.

“Espero, señores diputados, que calmadas las pasiones que acompañan a toda revolución, un estudio más concienzudo y comprobado haga surgir en la conciencia nacional, un juicio correcto que me permita morir llevando en el fondo de mi alma una justa correspondencia de la estimación que en toda mi vida he consagrado y consagraré a mis compatriotas”.

El 31 de mayo de 1911, desde Veracruz, don Porfirio dice adiós a México. En el Ipiranga embarca rumbo al destierro. Francia recogerá sus despojos mortales.

Sobre la libertad individual y la libertad colectiva, pisoteándolas, no puede fincarse jamás el progreso material. La democracia no sólo es gobierno, también lo es y nunca dejará de serlo, la justicia social.

PORFIRIO DIAZ IV

ALBA Y OCASO

Después del pavoroso y reiterado paso de Santa Anna, -al principio con dos pies y al final con uno-, la República era un caos. Los caciques impusieron su fuero tanto en la llanura como en la montaña. Las asonadas arrebataban con todo aquello que se interpusiera en su camino. El bandolerismo y el pillaje marcaban el desorden que imperaba en el país.

Porfirio Díaz, a los 51 años, casado con la joven y bella Carmelita Rubio, viste sus marciales galas y hace sentir su férrea mano en todo el territorio nacional. Él es un déspota benévolo, necesario en esos momentos, para restablecer el orden y realizar un proyecto de gobierno que el tiempo convierte en la más cruel y despiadada dictadura que pueblo alguno haya sufrido. No se movía la hoja de un árbol, si no era consenso de don Porfirio.

De nuevo el país se encuentra sometido al señorío de una autocracia voraz e irresponsable. Y si bien no es cierto que no hay leyes de Indias, también lo es que se conservan el cepo y, el fuete en las puertas de las haciendas para que el peón sumiso, dé al amo los buenos días, con los brazos cruzados, baja la cabeza, al comenzar una jornada más de entrega de vida, a cambio de miseria consumida en la tienda de raya. ¡Pobre de quien manifieste fatiga! ¡Pobre de aquél que manifieste rebeldía!

Ya la Real Audiencia no existe. Se acabaron para beneplácito de usufructuarios públicos, los juicios de residencia. Sólo que, don Porfirio, el sagaz y temible caudillo, conservaba oidores en toda la República. Su voluntad era imperio. El poder Legislativo aprobaba leyes que jamás tuvieron vigencia sociológica; el poder Judicial actuaba sólo contra los enemigos del sistema. El edificio de la dictadura descansaba sobre dos monumentales pilares: El Ejército y la Legislatura. Aquél para imponer con la fuerza de las armas, la decisión del dictador; y ésta, para darle justificación legal. La Pax Porfiriana extendía su sagrado manto para cobijar los excesos del patrón, del amo, del explotador y encubridor de los crímenes de esta fusionada casta de privilegiados.

A través, de las llamadas leyes de colonización, don Porfirio regala a sus agradecidos especuladores extranjeros y amigos personales –entre 1883 y 1894-, más de cinco millones de kilómetros cuadrados de tierras nacionales. Esto es: ¡La quinta parte de la superficie total de la República!

Los indios yaquis y mayas defendieron con desesperado afán sus tierras comunales, pero fueron sacrificados bajo el precipitado eco de las balas del ejército y de los rurales. A finales del porfiriato menos del diez por ciento de la población indígena poseía un pedazo de suelo cultivable.

La autocracia porfirista creyó siempre en la sumisión de los débiles. Eterno, perdurable, inmortal, debía ser don Porfirio. Ellos habían nacido para mandar y el pueblo sólo para obedecer. El tiempo transcurre, la mirada se cansa, la espalda se encorva, el cerebro se embota y los reflejos ya no responden. El dictador envejece.

Expuestos al encierro, al destierro o al entierro, aflora el pensamiento socialista de Felipe Carrillo Puerto y el flamígero verbo de los hermanos Enrique y Ricardo Flores Magón. ¡Es el anarquismo impío que quiere destrozarnos! Un clamor popular recorre la nación: ¡Justicia!... ¡Justicia!... ¡Justicia!

El comentario es discreto. Los panfletos pasan de noche de mano a mano el asombro es mayúsculo y la pregunta no se hace esperar: ¿Cómo se atreven?

PORFIRIO DIAZ III

ALBA Y OCASO

En el porfiriato México transpira los aires de un renacimiento feudal que consolida la producción capitalista, unciendo al yugo de la hacienda la mano de obra barata de un proletariado hambriento y analfabeta cuyo explotado esfuerzo hace fructificar la agricultura. Así la Colonia remonta en el tiempo su función exportadora sólo de materia prima y mantiene su tradición agrícola en tanto que la industria minera es controlada por capitales ingleses, franceses y gringos que se reparten los beneficios de la tierra y el subsuelo nacional en devota cofradía a la que se unen mestizos y criollos venidos a más por los rendimientos de una ilícita actividad burocrática, de mostrador o criado principal de casa grande. La herencia vendrá después y el linaje del dinero desmanchará apellidos que rechinan de limpio hoy en sociedad.

El algodón fue la única materia prima transformada en el país. La industria textil tejía en jornadas extenuantes de 14 a 16 horas, finísimas telas de excelente factura y novedosos estampados.

Elegantes carruajes recorrían las arterias comerciales y las principales rutas y boulevares; la dama elegante olvida en el fondo del closet la mantilla española y adorna su bruma inteligencia con coquetos sombreros de miereri importados directamente de París; el primogénito se educa en Francia o en Oxford y la hija casadera atrapa un alemán o portugués. Tapices con motivos de almanaque, cortinas de envinado terciopelo, espejos de marcos dorados, decoraban el interior de las grandes mansiones; derroche de un refinado mal gusto arquitectónico estilo segundo imperio.

Para el clero, religión y dictadura no fueron incompatibles. Por el contrario, hallaban apoyo recíproco. Las satanizadas leyes de Juárez carecieron de vigencia sociológica, escuelas católicas y conventos discretamente disimulados, reabrieron sus puertas al amparo indulgente de doña Carmelita Rubio, esposa del dictador.

El capital extranjero encontró seguridad en el país. Las fábricas, minas y haciendas vivieron la época de máxima prosperidad, sustentada en la explotación de la clase trabajadora. Las tendencias sindicales y los conatos de huelgas, eran sofocados a sangre y fuego, sirviendo de ejemplo los sucesos de Cananea y Río Blanco. Los rurales y el ejército cuidaban el orden con la consigna de exterminar a cualquier sospechoso de levantamiento. ¡Paz y progreso a los hombres de buena voluntad!

México fue así colonia del capitalismo extranjero proveniente en su mayor parte de los Estados Unidos, que nos hizo dependientes de su prosperidad o crisis. Si allá sopla brisa, acá se desata un huracán; si ellos estornudan, a nosotros se nos provoca tuberculosis.

Después de sufrir la guerra civil, vino para los Estados Unidos una era de prosperidad que repercutió favorablemente para México y que fue hábilmente encauzada por don Porfirio, debilitándose a finales de 1907.

Hombre de Estado al igual que Juárez, don Porfirio tuvo la inteligencia de rodearse de gente valiosa, sin menoscabo de su liderazgo. Economistas y abogados brillantes formaron el círculo de los “científicos”, servidores dogmáticos del sistema y apasionados adoradores del dictador a quien el elogio o reconocimiento público de la diplomacia, no le fue indiferente. Oigamos las almibaradas palabras del ministro norteamericano Elihu Root pronunciadas en el brindis ofrecido al Presidente en 1907: “Si yo fuera poeta escribiría elogios; si fuera músico, compondría marchas triunfales; si fuera mexicano me parecería que la lealtad de una vida entera no sería mucho dar en pago por las bendiciones que ha traído a mi patria. Pero, no soy ni poeta, ni músico, ni mexicano, sino sólo un americano que ama la justicia y la libertad, y espera ver su reinado avanzar y fortalecerse entre los hombres hasta hacerse perpetuo; considero que Porfirio Díaz, presidente de México, es uno de los grandes hombres que quedarán en la historia para que la humanidad le rinda el culto que debe al héroe”.

Ciencia y progreso. Prosperidad e injusticia social. Lisonja y compromiso. Sueño y despertar.

AUTORREINVENCION

DE UNA IMAGEN PUBLICA

Los estudiosos del Derecho encuentran el origen de la palabra persona en el teatro griego. Se dice que en Grecia el pueblo era aficionado a las representaciones histriónicas a las que asistía, a los populosos teatros al aire libre, para aplaudir las obras de Esquilo, Sófocles, Eurípides o Aristófanes.

Así, sentados en las graderías, al igual que hoy lo hacemos cuando participamos de las representaciones teatrales en el teatro al aire libre del parque La Choca, los griegos disfrutaban de grandiosos espectáculos.

Los actores, en el teatro griego, usaban unos calzados llamados coturnos con los que cubrían los pies y las piernas, sujetándolos con cordones; la suela era de corcho sumamente gruesa y realzaba la estatura de quienes encarnaban a los personajes. Una larga túnica era la vestimenta y sobre el rostro, asombrosa máscara de madera significaba a cada uno de los representados en el drama, la tragedia o la comedia.

Roma conquistó militarmente a Grecia, pero ésta conquistó culturalmente a Roma a la que heredó la afición por el teatro; sólo que, por una alquimia de la imaginación, en una de tantas representaciones teatrales el pueblo tomó de los actores la máscara cubriendo con ella su rostro, dando así origen a la palabra persona que al correr del tiempo y del espacio sirve para que cada uno de nosotros ponga en escena sus propias tragedias, sus propios dramas y sus propias comedias, transitando dicha palabra al derecho como centro de imputación de derechos y obligaciones.

Las personas no se inventan ni se reinventan. Las imágenes públicas sí. Aquellas nacen protegidas por el derecho, pero en la vida diaria con sus acciones, con sus omisiones, con su modo de actuar en privado o en público, en la rutina de lo cotidiano, en el ejercicio de funciones privadas o públicas, cada una deja constancia de sus acciones que juzga la sociedad.

El prestigio se gana con actos u omisiones, pero también se autodestruye o se pierde en conductas ajenas a un recto modo de actuar. La sociedad no se engaña, pese a los favores que los medios de información propagandísticos realizan en la creación artificial de imágenes públicas de quienes cínicamente pretenden ocultar tras una vergonzosa máscara de pulcritud las pestilentes pústulas de su hediondo y retorcido proceder.

Pretender autorreinventar una imagen pública que ha caído en descrédito es participar en una tragicomedia con la que el público se divierte y festina en cafés, restaurantes, salas de espera, peluquerías, bares y otros centros de reunión de más alta o menor categoría.

Por ello resulta degradante y crítica las expresiones de un político que vergonzosamente se autoelogie, se autoevalúe, se “autorreinvente”, se califique de honorable cuando todo mundo lo juzga de manera contraria.

El político que sostiene ser honesto cuando sus haberes son mayores que su increíble modestia; que habla de lealtad cuando la perfidia brilla en sus ojos; que siembra falsedades y jactancia, anhela comprensión cuando jamás ha sido comprensivo. Enumera virtudes que ni en sueños está o estuvo dispuesto a practicar. La desesperanza lo agobia. El presente lo exhibe. Sólo, solo, la sola soledad le abre sus brazos.

PORFIRIO DIAZ II

ALBA Y OCASO

Gobierno fuerte el de don Porfirio, asentado sobre las armas de los guardias rurales diseminados por todo el territorio nacional. Gendarmería de criminal prosapia, reclutada entre asesinos y bandoleros, portadora de vistosos uniformes, relucientes pistolas y fusiles, cartucheras repletas de balas, caballos ejercitados para el ataque y fuga, conocedora de sinuosos o estrechos caminos y apta para extinguir vida a cualquier hora y en cualquier lugar, matando en caliente sin obligación de rendir cuentas a nadie, a quien fuese sospechoso de ser enemigo del régimen o causante de tribulaciones locales o inconformidad popular.

La misión de los rurales fue limpiar al país de clamores y reclamos. El dedo en el gatillo apuntaba hacia la boca, hacia los ojos o hacia la conciencia de quien se atreviese a hablar, ver o pensar en las cosas turbias del sistema. Tres caminos se habrían para los disidentes: encierro, entierro o destierro. La ley fuga era frecuente, los panteones se llenaban de víctimas, familias enteras emigraron y muchos perecieron encerrados en la cárcel de Belén. Hombres honrados y auténticos bandidos, por igual, sin miramientos, fueron aniquilados. La paz pública, fincada en el terror y el crimen, proporcionó seguridad a don Porfirio, parientes y amigos, así como a la decente minoría burguesa de privilegiados comerciantes, mineros y terratenientes.

“A los pocos años –nos dice Byrd Simpson-, México era el país más ordenado del mundo, regido por la ley marcial, sin tribunales y con los rurales dispuestos a matar”.[1]

¡Y saber que todavía existe gente irresponsable o mal informada que añora los tiempos de la paz porfiriana! Tiempos que sobre el derecho se impuso la razón de Estado, prevaleciendo sobre la ley el amoral interés político.

Bajo ese orden marcialmente establecido sobre el cañón de las pistolas, se impulsó al advenimiento del capital extranjero y el desarrollo de factorías y de la agricultura. Las vías férreas se extendieron hasta el sur de la frontera, señalando los trenes a su paso, la era progresista de un país analfabeta y abismado en el terror. Los antiguos reales de minas, otrora propiedad de los españoles, pasaron a manos de empresas norteamericanas; el oro, la plata, el cobre y el cinc, abrieron sus vetas para fluir a chorros hacia los Estados Unidos. Ives Limantour, hechicero de las finanzas públicas, logra ante el asombro burgués criollo y mestizo, consolidar la deuda pública y el equilibrio del presupuesto nacional.

El café mexicano, aromaba las tazas de las tertulias vespertinas en las calles de Plateros, el azúcar nuestro engordaba las bodegas de los barcos anclados en Veracruz, listos a zarpar a los puertos internacionales; el plátano roatán, libre del chamusco y, el henequén yucateco, hallaban en el extranjero cotizaciones ambiciosas. Nadie tenía de que quejarse. El pueblo callaba. La minoría enriquecía. La Pax Porfiriana, fue y es hasta hoy, para espíritus conservadores, un añorado milagro mexicano.

En las haciendas el peón vivía muriendo bajo infamantes condiciones de esclavitud. El fuete del amo y la tienda de raya torturaban cuerpo y alma de los miserables asalariados del campo. La víspera de una boda campesina era festín orgiástico del patrón, cuyo derecho de pernada le permitía romper dignidades y violar la virtud de una novia, provocando la rabia contenida del futuro esposo y el rasgado pudor de la doncella.

[1] Byrd, Simpson Lesley, Muchos Méxicos, Fondo de Cultura Económica, México, 1986, pp. 283-284.

¿LEALTAD EN LA POLITICA?

La lealtad es compromiso vital.
Conducta en recto proceder.
Principio de identidad. Supremo valor.
Resplandor del día y asombro de la noche.
Cultivo del alma. Reciedumbre espiritual.
Urdimbre de fidelidad. Presencia, evocación y recuerdo.
Confiabilidad. Naciente. Lazo indestructible. Coparticipación.
Luz desvanecedora de sombras. Juicio de Dios.

¿Puede haber lealtad en la política? Muchos consideran que sí y muchos consideran que no. Y es que la conducta del político es ajena al tradicional concepto de moral que guía por los senderos de la bondad a quienes al margen del quehacer de los hombres de Estado, pulsan el tiempo en otras actividades incompatibles con las sinuosas prácticas en las que el azar o la fortuna convierten al hombre en feliz o desdichado.

Los filósofos, preocupados por encontrar el fundamento que sirviese de base a la acción moral, pensaron haberlo encontrado en la lealtad, como principio ético al que también dieron el nombre de fidelidad, que abarca todas las virtudes comunes, convertidas en activa conducta ejercitada, como dice Unamuno en su novela Paz en la guerra, en la “lealtad por la lealtad misma”.

La lealtad como la fidelidad no pretende premios o recompensas. Es compromiso con uno mismo. Es convicción. Es juramento inefable. Identidad con una creencia, con una ideología. Como expresa Maurice Nédoncelle (De la fidelité) es la fidelidad, esencialmente fidelidad a una fe, o fidelidad a un valor, o fidelidad a los seres o “valores vivientes”.

Adolfo Gilly[1] en su exaltado elogio a la lealtad del general Felipe Angeles a Madero, nos relata en primer término que el 19 de febrero de 1913 un golpe militar intentó derribar al presidente legal y legítimo Francisco I. Madero. Los cadetes del Colegio Militar apoyaron al presidente Madero en su marcha desde el Castillo de Chapultepec hasta palacio nacional.

Los sublevados al mando de Félix Díaz se atrincheraron en la plaza fuerte de la Ciudadela. Bernardo Reyes había muerto en los primeros enfrentamientos. Madero nombró jefe de las fuerzas leales a su gobierno al general Victoriano Huerta, jefe militar que conspiraba contra aquél, en sórdida guerra de intrigas interiores en que vivía el Ejército Federal y de las que era participante activo el embajador de Estados Unidos, Henry Lane Wilson.

La historia nos recuerda, la entrada, el 10 de febrero, a la ciudad de México, de Madero acompañado del general Felipe Ángeles. Madero ordenó al general Ángel García Peña, ministro de Guerra, tomar el mando de las tropas leales y designar a Felipe Ángeles, hombre de toda su confianza, jefe de su Estado Mayor a cargo de las operaciones. Esta orden no fue cumplida por García Peña. El mando quedó a cargo de Victoriano Huerta, con los resultados que ya todos sabemos: los asesinatos de Madero y del leal Pino Suárez, victimas de la traición de Huerta. El general Ángeles fue enviado al exilio en Francia; regresa para sumarse al Ejército Constitucionalista y al núcleo maderista dentro de la revolución.

Unos años y muchas batallas después –comenta Adolfo Gilly-, en noviembre de 1919 el general Gabriel Gavira presidió el Consejo de Guerra carrancista que condenó a muerte al general Felipe Ángeles por haberse sumado éste, a finales de 1918, a las fuerzas de Pancho Villa. En su defensa ante el tribunal, Ángeles persistió en declararse partidario y amigo de Francisco I Madero. Años más tarde el mismo general Gavira anotaba en sus memorias que, cuando el golpe de febrero de 1913, mientras todos los altos mandos federales conspiraban contra el presidente Madero, el general Ángeles se había mantenido leal a éste.

Adolfo Gilly reflexiona: “Si el 9 de febrero ha sido declarado Día de la Lealtad por la marcha de los cadetes del Colegio Militar en apoyo al presidente Madero, con mayor razón debe recordarse ese día al general Felipe Ángeles, a quien el presidente acudió en la hora en que sus generales lo abandonaban y con quien compartió en la prisión de Palacio Nacional las últimas horas de su vida antes de ser asesinado”.

Horacio en el exilio, lejos de su patria, agobiado por la ausencia de sus seres queridos clama: “Mientras estés bien, tendrás muchos amigos / cuando los tiempos te sean adversos estarás sólo”. César, en los estertores de la muerte, increpa a Bruto: ¿Tú también hijo mío? Al pie del árbol del que de una de sus ramas, pende el cadáver de Judas, mecido por el viento, los centuriones encuentran regadas en el césped las treinta monedas de la traición.

¿Lealtad en la política?...... ¿………?

[1] Adolfo Gilly, “La lealtad del general solitario”, La Jornada, Política, Lunes, Febrero, 2007, p. 16

PORFIRIO DIAZ I

ALBA Y OCASO

El nombre de Porfirio Díaz nimbado de luminosa corona de luz arrancada del agónico crepúsculo liberal republicano, cruza con su embrujadora leyenda, en brioso corcel, espada a mano, por las páginas de la historia patria, cargado el pecho de fabulosas medallas, europeizado el rostro y desleído, a la francesa, el pigmento indígena, provocando nostálgicos recuerdos en adoradores tardíos de un México pletórico de injusticia social en el que la férrea mano militar del caudillo, fijaba con soberbia y desdén, límites y destino entre ricos y pobres, entre la minoría harta y opulenta frente a una inmensa mayoría de analfabetas y desposeídos.

Esos añorados tiempos de don Porfirio, forjan el altar de la buena crianza de una inmortal nobleza criolla, mestiza y bodeguera que rinde culto a una industrialización egoísta, productora de carencias para la inmensa mayoría y generadora de ilícitas fortunas en cínica simbiosis oficial y privada, de quienes la soberanía nacional es anacrónico estorbo de sus bastardas ambiciones vendepatria y mercantiles.

Aún no termina la batalla ideológica entre liberales y conservadores. Hoy más que nunca se encuentran colocados frente a frente Juárez y Porfirio Díaz. Aquél, el Señor; éste, el Don.

Treinta años de gobierno de una sola persona, son muchos años; La Constitución Liberal Republicana fue usada con deslealtad a sus principios, por el sucesor del señor Juárez, como un manto sagrado en cuyos pliegues asomaba sin escrúpulos el rostro de la iniquidad.

Sebastián Lerdo de Tejada es el puente de gobierno entre el Señor Juárez y Don Porfirio. Sucesor inmediato de aquél, a pesar de su capacidad y energía, fue tan sólo lucero en el cielo de la política, en el que con luces propias el sol Juárez todavía renace con el alba para el pueblo mexicano.

El indio Juárez, el jurista Juárez, el republicano Juárez, el trashumante defensor de la justicia, solo y bajo el impulso de la dignidad y amor patrio, recorre de tumbo en tumbo los más remotos e intransitables para otros, caminos de México, en su respetuoso e impresionante carruaje negro, en el cual, permanecía latente la esperanza. Juárez no se equivocó, el pueblo mexicano la llenó de vida y hoy sigue vigente, convertida en ley suprema en la ciencia nacional.

Don Porfirio Díaz tenía algo de zorro y de león. Fue el “príncipe” que siguiendo por instinto político, los sabios consejos que a Lorenzo “El Magnífico” pretendiera dar Nicolo Maquiavelo, supo cohesionar un Estado debilitado por la esparcida ambición de caudillos regionales, consolidando la voluntad popular en torno a un proyecto nacional de Estado.

Hábil, astutamente, siguiendo premeditado plan, Don Porfirio distribuye entre sus generales ansiadas canonjías para mantenerlos bajo una gratitud comprometida, alejados entre sí y entretenidos en los cuidados de sus particulares bienes. Al ejército lo dividió en unidades pequeñas desparramadas por todo el territorio, en lugares que hicieran imposible contacto inmediato entre unas y otras. El viejo zorro se reserva un ejército privado de rufianes a quienes llaman sus bravi, prestos a aterrorizar a sus enemigos o disidentes y aptos para destruir periódicos o eliminar complacientemente a sus opositores.

En tanto la nación sufría la zafia e impune acción del bandolerismo, hombres brillantes como Justo Sierra, Francisco Bulnes o Emilio Rabasa, prendían sus luces para atacar con el fuego voraz de su crítica, los postulados de la constitución juarista (1857) que impedía la supraordinación principesca del Ejecutivo y la subordinación vasalla de los otros dos poderes: el legislativo y el judicial.

LOS ACOMODATICIOS

Los acomodaticios son danzarines autóctonos o de reconocido linaje en rancias crónicas de sociales y acreditadas columnas políticas. Acostumbrados a bailar al son que se les toque, cambian de traje, de siglas, de ideales con increíble frialdad y oportunismo.

Transformistas permanentes, dotados de asombrosa agilidad, causan admiración por los intrépidos saltos a que se atreven para pasar vertiginosamente de un partido a otro.

Miméticos naturales, tienen por tótem al camaleón. En la mañana son tricolores, en la tarde blanquiazules y, en la noche amarillentos, se diluyen, se pierden en la oscurana.

Los acomodaticios saben esperar. Jamás se comprometen. Ellos están bien con Dios, pero por si acaso, le rinden culto al diablo.

Artífices del aplauso, de la lisonja, de la artificial sonrisa, pululan con las orejas paradas, en restaurantes, cafés, peluquerías, bares, sindicatos, supermercados y cualquier otro centro de reunión en el que sus sensibles antenas les indiquen la orientación segura a sus insatisfechas ambiciones.

Los acomodaticios sueñan. Anhelan. Velan. Poseedores de la hábil cualidad de aprovechar el tiempo, son los oportunos en ocupar las primeras filas en cualquier espectáculo donde su presencia sirva de escaparate o de anuncio de servidumbre o lealtad.

A ellos lo mismo se les encuentra en la sala de espera de las terminales aéreas, que en las antesalas de funcionarios públicos de alta o menor jerarquía. Lo mismo es un mitin de apoyo que en las honras fúnebres de algún político o pariente próximo o lejano de precandidatos en turno.

Zalameros incorregibles, hacen notar su presencia bailando al ritmo cilindrero de verbenas populares. Carentes de dignidad son indiferentes al rechazo. Para ellos el fin justifica los medios. Lo saben. Lo han experimentado. Algún día llegarán.

Los acomodaticios son aves rapaces con elegantes ínfulas de pavo real. Creadores de plataformas políticas ficticias, de confederaciones inexistentes, de agrupaciones fantasmas, portan como carta credencial la abierta y descarada aspiración a ocupar un escritorio o de pérdida la intendencia de algún servicio público.

Los acomodaticios son plantas parásitas que sin abono alguno se reproducen en épocas preelectorales. Su alimento es el cinismo, la falta de escrúpulos y las insoslayables ganas de figurar en alguna nómina oficial.

Los acomodaticios ahí están. Usted y yo y todos, los conocemos.

OSARIO DE SOMBRAS

La tarde agoniza. El disco solar muestra en carne viva las heridas sangrantes de un día de intensa labor. El firmamento que lució desde el alba sus limpios azules, de pronto escurre venas de rojo y ramas encendidas en desesperado aniquilamiento.
Nada es eterno. Todo fluye según la sabia expresión de Heráclito de Éfeso. A nadie le es permitido bañarse dos veces en las aguas del mismo río.
La política es arte y es acción; pero también es tiempo. El dios Cronos es vigilante permanente del quehacer de los hombres de Estado. Un proyecto, un programa, una decisión, tienen su tiempo. Si la uva madura y ofrece su exquisito jugo a los labios del buen catador, es porque antes del fermento respondió a una responsable temperatura graduada en reloj y calendario.
Así, en la política no hay antes ni después. Todo en su oportunidad, Nunca el tiempo cronológico es coincidente con el tiempo político. El drama cambia, los actores pueden ser los mismos, ante el público, el desgastado uso de quien poseedor de virtudes patrias, ha participado en diferentes tragedias, simbólicos dramas o humorísticas comedias en las que los parlamentos son los mismos, los ropajes similares y el gesto de los actores inconfundibles a base de machacar la inoperante retórica.
Nadie se retira de la política. Nadie vuelve a la sombra por su gusto. A nadie acostumbra el silencio de la frustración. El tiempo es el verdugo de quienes forzosamente se verán obligados a abandonar la escena.
La vida tiene un ciclo. La política también. Quién emprende el éxodo, difícilmente regresará.
Quién ha comido el fruto prohibido, tendrá que inventar su propio Paraíso.
En la geografía, Sicilia expresada en los mapas, da la impresión de una piedra lanzada hacia el mar, de un puntapié propiciado por la bota de Italia. La historia nos enseña que también es, el seno de grandes y señoriales familias, cuya razón de ser es el ilícito poder y el dinero.
Adviene diciembre. Mes de esperanzas y desesperanzas. Mes de realizaciones y de inesperadas frustraciones. Mes también de amarguras. De sinsabores o inmerecida felicidad. Quién se va, jamás retorna. El espejo es imagen de luces. Nunca osario de sombras.

PORTACION LEGAL DE ARMA

PORTACIÓN LEGAL DE ARMA DE FUEGO,
Y
UTILIZACIÓN DE OFENDÍCULOS

He terminado de leer dos interesantes obras jurídicas, publicadas en un libro bajo el título La Constitucionalidad de la Portación de Arma de Fuego y la Justificación Legal de los Ofendículos en México, producto de la acuciosa investigación del doctor Miguel Ángel Ruiz Sánchez, maestro de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México.[1]

Estamos conscientes de la violencia que se vive en el país y que ha creado un clima de temor e inseguridad que se sufre a pesar de los esfuerzos puestos en práctica por instituciones gubernamentales para contener la ola de criminalidad, que no sólo es privativa de México sino que a nivel mundial se hace presente, convirtiendo en víctima a la sociedad cuyos integrantes tienen el derecho de proteger su vida y sus bienes.

El maestro Alejandro Carlos Espinosa,[2] en la obra de que se trata, hace una semblanza en la que señala que esta crisis de seguridad pública donde el Estado es incapaz de resolver plenamente el problema, obliga a los ciudadanos a tomar medidas para la salvaguarda de sus bienes tutelados más importantes y los de sus familiares, de tal manera que bajo ciertos criterios legales por parte de los particulares, se remarca esta crisis de valores en el profundo análisis constitucional-penal de Miguel Ángel Ruiz Sánchez. Hoy en día el ciudadano se ve en la imprescindible necesidad de ejercitar alternativas de defensa legítima y de poner en práctica este derecho, reconocido constitucionalmente.

Miguel Ángel Ruiz Sánchez hace hincapié, en el prólogo a la citada obra, en los decididos esfuerzos de las instituciones que tienen a su cargo la seguridad pública, para enfrentar y contener los avances de la delincuencia común y de la delincuencia organizada, poniendo en práctica acciones tendientes a la recuperación de la seguridad que reclama la sociedad.[3]

En el libro que comentamos, se observa que el Estado, en sus tres niveles de gobierno, Federal, Estatal y Municipal, en el combate a la criminalidad ha invertido no sólo recursos materiales y económicos, sino que también en esa lucha muchos servidores públicos de alta o menor jerarquía, significativamente policías y soldados, han ofrendado su vida en los enfrentamientos con la delincuencia organizada que cuenta con peligrosos comandos provistos de armas de alto poder y de experiencia táctica para la comisión delictiva.[4]

La importancia social de la obra de Miguel Ángel Ruiz Sánchez radica en la claridad con la que trata temas presentes y que no debemos descuidar: los derechos de todo ciudadano a conservar, preservar y proteger tanto su vida y la de su familia, así como su patrimonio. En estos derechos la acción del Estado y de la sociedad deben permanecer unidos en la construcción de un escudo de combate indestructible contra la delincuencia común y la organizada. Es por ello que las Instituciones Jurídicas Constitucionales se ocupan de la posesión y portación de armas de fuego que se manifiestan como alternativas de defensa legítima ante la agresión injusta, así como el establecimiento de ofendículos para protección de la propiedad privada.[5]

La doctora Consuelo Sirvent Gutiérrez[6] en sus comentarios a la obra que estudiamos advierte que el tema de la portación de armas de fuego que en sus orígenes constituyó una garantía individual dada las condiciones que justificaban dicha portación, en el transcurso del tiempo y crecimiento de las organizaciones criminales y utilización por parte de éstas de las armas de fuego, se manifiesta una variación regulada por la ley secundaria que deja un tanto a la deriva la garantía constitucional anotada. En efecto –señala-, el artículo 10 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos remite a la ley federal que determinará los casos, condiciones, requisitos y lugares en los que se podrá autorizar a los habitantes la portación de armas, lo que significa nulificación de la garantía de portación de armas de fuego.[7]

La comentarista razona igualmente que en el caso del derecho a poseer y portar armas de fuego es claro que nuestra legislación se acota a una ley secundaria, y la portación prácticamente queda eliminada. Especifica la diferencia que al respecto ocurre en otros países, como por ejemplo Estado Unidos de América, donde es permitida la portación y posesión de armas de fuego establecida en la enmienda segunda (las diez primeras enmiendas se les considera la Declaración de Derechos) de la Constitución de ese país.[8]

Es cierto que formalmente existe el derecho a la portación de armas de fuego, sin embargo en la práctica resulta nugatorio. García Silva,[9] en su comentario a la obra de Ruiz Sánchez, destaca el análisis que éste hace de la Ley Federal De Armas de Fuego y Explosivos, -la cual ha sido reformada en 10 ocasiones entre 1974 y 2004- y las consecuencias derivadas de estas reformas; como es el caso del artículo 16 de dicha ley, que no considera el domicilio laboral para efectos de poseer armas de fuego en ese lugar para la seguridad y defensa legítima, o el caso del artículo 26, inciso F de la mencionada ley que deja a criterio de la SEDENA, la justificación de la necesidad de portar armas de fuego, lo que evidentemente es contrario al espíritu del constituyente de 1917.

García Silva en su repaso a esta obra de Ruiz Sánchez, hace hincapié en el estudio histórico que el autor realiza acerca de la evolución de las armas de fuego, así como la referencia conceptual para explicar nociones como: delito y portación de armas de fuego; las diferencias entre portación y posesión de armas de fuego, portación de armas de fuego y armas prohibidas; Derecho y Derecho Público subjetivo y garantía individual y garantía del gobernado. De igual manera nos invita a la lectura de los estudios que hace Ruiz Sánchez acerca de diversos aspectos de Derecho Constitucional Comparado, tomando como referentes los preceptos Constitucionales de Estados Unidos de Norte América, Chile, Colombia, Argentina, Venezuela y Dinamarca, para concluir con un examen del delito de portación de armas de fuego sin licencia en al ámbito federal así como la constitucionalidad de la portación de armas de fuego en México, plasmando el autor de la obra en cita, una propuesta de Política Criminal de corte legislativo, para reformar el artículo 10 constitucional a fin de “ser congruente con una realidad innegable y dar la oportunidad a los habitantes del país para que puedan ejercer a plenitud la garantía individual consignada en el mismo”.[10]

Al referirse a la justificación legal de los ofendículos en México, tema tratado en su obra por Ruiz Sánchez, Gerardo García Silva manifiesta en sus reflexiones que los mecanismos predispuestos de autoprotección, o como son conocidos por su nombre en latín offendicula u ofendículo, no tiene precedentes en nuestro país, sin embargo tal y como lo sostiene Ruiz Sánchez, la necesidad y la realidad imponen que dicha temática sea abordada y discutida, para establecer debida reglamentación en la utilización de este tipo de mecanismos.[11]

Es de advertir que los estudiosos del tema han explorado diversas formas de establecer justificación legal en la utilización de los ofendículos, esto es, mecanismos de autoprotección: muros, rejas, vallas, o modernos medios como son exclusas, sistemas de seguridad computarizados, al igual que el empleo de animales en la protección de la inviolabilidad de domicilios particulares, oficiales o centros de trabajo.

La obra de Miguel Ángel Ruiz Sánchez es recomendable a todos aquellos que se interesen en el estudio del derecho que a portar arma de fuego concede la Constitución para la autoprotección de la vida personal y de la familia; del domicilio y propiedades, a través de ofendículos de cualquier especie que represente prevención o peligro para quien o quienes pretendan con sus lesivos actos causar a otros daños físicos o patrimoniales.

[1] Miguel Ángel, Ruiz Sánchez, La Constitucionalidad de la Portación de Arma de Fuego y la Justificación Legal de los Ofendículos en México, (Alternativas de Defensa Legítima y Ejercicio de un Derecho ante la Inseguridad Pública), Flores editor y distribuidor, S.A de C.V, México 2008.
[2] Vid. O.C., p. XXIII
[3] O.C., p. XIII
[4] Loc. Cit.
[5] Loc. Cit.
[6] O.C. p. XV
[7] Loc. Cit.
[8] Loc. Cit.
[9] Loc. Cit. p. XIX
[10] Loc. Cit. p. XX
[11] Loc. Cit. p. XX

ENTRA LA GUERRA EN LA PAZ

Todo tiene su tiempo, y todo lo que se
quiere debajo del sol tiene su hora (3:1);
(Hay) Tiempo de guerra, y tiempo de paz (V8).
Eclesiastés (La Sagrada Escritura)


1.1 Tiempo de paz y tiempo de guerra.

La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (CPEUM) establece dos posibles ámbitos temporales de competencia dentro de cuyos límites pueden actuar las Fuerzas Armadas en “tiempo de paz” y “en tiempo de guerra”, que se explican en atención a las funciones que en dichos lapsos deben desarrollar, toda vez que las misiones genéricas de dicha organización militar son la seguridad interior y la defensa exterior. Por lo mismo, el “tiempo de guerra” corresponde al momento en que se actualizan y cumplen las misiones de salvaguarda del orden interno y la defensa del país ante una agresión proveniente del exterior. En tanto no se actualice ninguna de esas misiones, las Fuerzas Armadas estarán en posibilidad de desarrollar funciones al servicio de la comunidad, dentro de los límites que le marca el “tiempo de paz” en el que, además, permanecerán en capacitación y adiestramiento para que, llegado el caso, estén en condiciones de enfrentar el “tiempo de guerra”.

El artículo 129 constitucional, señala que “en tiempo de paz” ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar. Así, el estrecho espacio jurídico que la Constitución deja a las Fuerzas Armadas “en tiempo de paz” le impide a éstas toda posibilidad de intervención en otras actividades que, normalmente, corresponden a los civiles. La legislación ordinaria y la reglamentaria, desarrollan con mayor amplitud este ordenamiento constitucional. El Reglamento General de Deberes Militares (RGDM) establece que los militares de cualquier graduación, no intervendrán jamás en asuntos de la incumbencia de las autoridades civiles, cuyas funciones no les es permitido entorpecer, antes bien respetarán sus determinaciones y les prestarán el auxilio necesario cuando sean requeridos siempre que reciban órdenes de la autoridad militar competente (art. 29). Igualmente la Ley de Disciplina de la Armada de México (LDAM) ordena que el personal de la Armada de México, cualquiera que sea su jerarquía, no intervendrá en los asuntos de la incumbencia de las autoridades civiles cuyas funciones no podrá entorpecer; respetará sus determinaciones y, cuando sea requerido y reciba órdenes del mando competente, les prestará el auxilio necesario (art. 17). Queda claro, entonces, cuales son los linderos en la actuación de las Fuerzas Armadas en tiempo de paz: primero, no intervenir; segundo, respetar y, tercero, auxiliar cuando se le requiera.[1]

1.2 La jurisdicción militar en tiempo de paz.

Se ha insistido en que debe mantenerse el fuero de guerra en tiempos de paz, argumentándose que la defensa del país contra cualquier fuerza externa tiene peculiaridades que obligan a que las Fuerzas Armadas estén a la expectativa, capacitándose y adiestrándose diariamente por lo que pudiese ocurrir. También se ha sostenido que el mejor juez para el conocimiento de los delitos militares es el propio militar, porque conoce y comparte el espíritu de los reglamentos militares, la disciplina y el modo de vida militar.

Contra esa argumentación se levantan las voces de quienes sostienen que el fuero de guerra en tiempos de paz no se justifica, ya que la defensa del país y la conservación del orden interno pueden garantizarse sin necesidad de los tribunales militares, toda vez que los tribunales ordinarios dentro de su función jurisdiccional pueden resolver las controversias jurídicas y delitos en que incurran los militares. Cabe señalar además que la especial condición de los jueces militares y las limitaciones que a éstos impone el artículo 13 constitucional evidencian el propósito del Constituyente de fijar límites precisos a la jurisdicción militar, que establece una excepción frente a la jurisdicción de los tribunales ordinarios que es la regla. El Constituyente, aun haber surgido de un movimiento armado, tuvo la atinada decisión de poner límites a lo militar hasta sus estrictos términos, por estimar acertadamente, que la fuerza de la sociedad reside en sus instituciones democráticas; que éstas demandan entre otras cosas, que la jurisdicción de los tribunales militares se encuentre claramente delimitada y que por ningún concepto se ejerza contra personas ajenas al ejército.[2]

Pero el argumento más contundente que demuestra la necesidad de revisar la existencia de los tribunales militares en tiempo de paz, es el que se alega sobre la falta de independencia de los jueces militares, por pertenecer a la organización jerárquica vertical del mando en la milicia y por el hecho de ser amovibles. Esto hizo que en el Constituyente de 1917 Múgica se inclinase por la desaparición del fuero de guerra en tiempo de paz, pensamiento compartido por nosotros con apoyo en los argumentos expuestos.

A este respecto cabe señalar que en Francia, no existe el fuero militar en tiempo de paz, con excepción para los militares en servicio fuera del territorio nacional, cuyo juzgamiento corresponde a tribunales creados en las delegaciones militares establecidas en el exterior. Quedando demostrado con ello, igualmente, que la inexistencia del fuero de guerra en tiempo de paz, no quebranta la disciplina militar.[3]

Para Jorge Mera Figueroa[4] el hecho de que los delitos militares cometidos en tiempos de paz sean del conocimiento de la justicia civil, no puede interpretarse como un debilitamiento de las Fuerzas Armadas. Aparte de que la jurisdicción judicial de carácter penal no es función propia de las FFAA – nos dice –, éstas cuentan siempre – para la preservación del cumplimiento de los deberes militares y el mantenimiento eficiente de la organización militar y de su gobernabilidad – con la posibilidad de aplicar eficaces sanciones disciplinarias, pudiendo llegarse a la destitución y marginación del infractor de la institución. De hecho, en los países donde se ha suprimido esta jurisdicción no se ha producido un relajamiento de la disciplina ni ninguna otra perturbación de la función militar, y los delitos castrenses han sido debidamente investigados y sancionados por los tribunales ordinarios.

Mera Figueroa explica que la jurisdicción penal militar de tiempo de paz no parece ser necesaria para la defensa nacional, la cual puede preservarse incluso mejor por la justicia civil. El interés corporativo de mantener la indispensable disciplina y obediencia, así como la normalidad y eficacia del servicio militar, se cumple satisfactoriamente mediante el ejercicio de la jurisdicción disciplinaria a cargo de las propias Fuerzas Armadas. En cambio, tratándose, de delitos militares – y no de simples faltas disciplinarias –, esto es, de graves infracciones observamos que en tal caso encontramos comprometido un bien jurídico vital, de carácter universal, como es la seguridad exterior del estado, en cuya preservación está interesada toda la sociedad y no sólo determinados sectores suyos.

A este respecto – agrega Mera Figueroa – debe tenerse presente que la institución militar misma es instrumental respecto del estado, en el sentido que existe para la protección de su seguridad exterior. La función de las Fuerzas Armadas está referida, en definitiva, a la guerra, y en tiempo de paz, a la adecuada preparación para la misma. El derecho penal militar es, como lo ha subrayado la doctrina anglosajona, “un medio para mantener la eficacia del Ejército como una organización de combate”. Y es toda la sociedad – y no sólo las FF AA – la que ésta interesada en la existencia de dicha eficacia, puesto que ella resulta necesaria para la preservación de la seguridad exterior.

Sostenemos, basados en los razonamientos de Mera Figueroa, que las garantías judiciales que integran el derecho a un debido proceso en caso de acusaciones de carácter penal son aplicables a todas las personas, incluidos, por cierto, los militares en la posibilidad de ser alcanzados por la jurisdicción penal militar. El referido autor observa que entre dichas garantías se encuentra el derecho a ser juzgado por un tribunal independiente e imparcial, en términos que el derecho a defensa y los demás derechos constitutivos del debido proceso se encuentren plenamente asegurados. Aquí se manifiesta la razón – nos dice –, por la cual en los países europeos que todavía mantienen la jurisdicción penal militar en tiempo de paz, ésta se ha judicializado, siendo, por tanto, impartida por verdaderos tribunales judiciales – y no administrativo militares –, integrados por magistrados de carrera que gozan de inamovilidad, aceptándose, a lo más, una composición mixta del tribunal, pero con mayoría de magistrados civiles.

Por lo expuesto, parece admisible y razonable, que en tiempo de paz sean los tribunales ordinarios los que se encarguen de la administración de la justicia en general – tanto civil como militar –. Y es que la justicia ordinaria cuenta, para el respeto a las garantías judiciales y para el desarrollo de un debido proceso, con la independencia e imparcialidad necesarias para resolver adecuada y equilibradamente los conflictos a que da lugar la comisión de delitos militares.

Añadimos, además, que, Alemania, de fuerte tradición militar, suprime el fuero de guerra en tiempo de paz.

Abundando en el tema, encontramos que la doctrina de la función de mando del Ejército deriva de la Enmienda quinta norteamericana+ y se desarrolla con total independencia de los tribunales comunes. Dicha enmienda en la que se instituye el jurado, en su artículo III, sección segunda, hace excepción de enjuiciamiento en los casos relativos a la fuerza de mar y a la milicia, siempre que se encuentren en servicio en tiempo de guerra o de público peligro. En consecuencia, en tiempos de paz no existe esta excepción. Por lo mismo, el fuero de guerra debe desaparecer en tiempos de paz, siendo conteste dicha Enmienda con el pensamiento de Múgica con el cual nos identificamos, pues del hecho que en ese tiempo desaparezca el referido fuero, no puede argumentarse válidamente que se afecta la disciplina militar, ya que en ese lapso, los integrantes de las fuerzas armadas, como personas físicas que son, se encuentran en igualdad de condiciones con los civiles, sometidos a la jurisdicción común. Y no olvidemos que los jueces penales del orden común son auxiliares de la administración de justicia militar, tal como lo establece la fracción I del artículo 2 del Código de Justicia Militar.


1.3 Cronos entre la guerra y la paz

La historia nos demuestra que en el transcurso de la humanidad el tiempo es un péndulo que se mueve entre la guerra y la paz. Nuestro país es partidario de la paz, por eso nos inclinamos, apoyados en el pensamiento de Múgica y en las exposiciones antecedentes, que el fuero de guerra tal como su nombre lo indica sólo funcione en tiempo de guerra y no de paz. Para concluir citamos a Hobbes[5] quien nos dice que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos. Porque la GUERRA no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente. Por ello – explica –, la noción del tiempo debe ser tenida en cuenta respecto a la naturaleza de la guerra, como respecto a la naturaleza del clima. En efecto, así como la naturaleza del mal tiempo no radica en uno o dos chubascos, sino en la propensión a llover durante varios días, así la naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposición manifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz.

Cronos, entre tanto, permanece vigilante de la conducta humana.

[1] César, José Manuel, Villalpando, Introducción al Derecho Militar Mexicano, Escuela libre de Derecho, Porrúa, México 1991, pp. 103-104.
[2] José Ovalle Favela, “Comentario al artículo 13 constitucional”, Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, comentada, Tomo I, 10ª edición, Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM, Porrúa, México, 1997, p. 129.
[3] Revista La Semana Jurídica 2001, junio 11 al 17, Lexis Nexos Chile. . Búsqueda en la Web: 3 de abril del 2003-04-03.
[4] Jorge Mera Figueroa, “La modernización de la Justicia Militar un desafío pendiente”, . 3 de abril del 2003-04-03.
+Cfr. Constitución de los Estados Unidos de América, 1787.
[5] Thomás Hobbes, Leviatán o La Materia, Forma y Poder de una República Eclesiástica y Civil, 2ª reimpresión, Fondo de Cultura Económica, 1984, p. 102.