El hombre caminaba reflejando en sus ojos impotencia, dolor, frustración, angustia, ira reprimida. Caminaba cargando entre sus brazos un pequeño envoltorio blanco, sin vida, lirio de la inocencia, víctima de la masacre. ¡Acteal! ¡Acteal!
El hombre se detiene, deposita en el suelo su carga amorosa y comienza a escarbar la tierra con sus manos, garras desesperanzadas, dedos desesperados, sangre de humillaciones, lágrimas sin lamentos.
El pequeño envoltorio es acunado por el hombre en la fosa excavada con sus manos. Lo cubre con la tierra, con el manto de su mirada, con su bendición de padre.
El viento aúlla como fiera enardecida, la tolvanera agita banderines de luto; la muchedumbre pasa como sombras del silencio. La aridez siembra de sed el campo.
La tierra ha sido abonada con el alma de la inocencia. En ese sitio habrá de germinar carne de lirio. Crecerá con el tiempo silvestre arbolillo que ofrendará a los cielos su copa de luz y de trinos. Su copa de amor y de ternura.
Mañana, tal vez, la madera de los árboles será cuna sagrada de niños silvestres.
El crepúsculo cierra los párpados del día. Una nueva alborada anuncia rebelión o gloria. Sueño o realidad. Victoria o derrota de los débiles. Rotunda luz del futuro que, acaso, está por llegar.