Los dos comíamos en el mismo plato. ¡Qué alegre era nuestra convivencia! Los días entre nosotros pasaban felices. Uno y otra nos hicimos dependientes. La vida transcurría plena de dicha. El odio, la frustración, la tristeza, eran ajenas a nuestra estancia. Los problemas cotidianos siempre tenían alternativas de solución. Ausentes en nuestras reflexiones, estaban al margen conflictos partidistas, rumores, traiciones, engaños.
Al despertar el alba solíamos desperezarnos con satisfechos estirones de cuerpo. El canto de las aves, los pregones mañaneros y las voces de la radio, acompañaban las horas de un nuevo trajín cotidiano.
Siempre estábamos alerta. Si era menester hacer guardias nocturnas, turnábamos la faena. Si alguien en el transcurso de las horas diurnas o nocturnas tocaba las puertas del hogar o se revelaba algún ruido extraño, de inmediato hacíamos notar nuestra presencia de manera severa y convincente.
¡Qué dicha la de convivir con tranquilidad y el mayor de los afectos! La existencia es sublime cuando el temor, la indiferencia, el hambre o la envidia hallan sitio en lugares extraños a nuestra casa. ¡Oh dolor! ¡Oh tragedia!, una inolvidable y oscura mañana en la que ella salió a la calle, escuché frente a nuestra casa un chirrido de frenos y seguidamente un espantoso golpe y aullido de muerte. Angustiado salté la barda de la casa y llegué frente a ella que, moribunda, me lanzó su última mirada de adiós y el último suspiro de amor.
Desde entonces mi vida ya no es la misma.
¡Comíamos en el mismo plato!