27/10/09

¿NO OYEN LADRAR?

¿Es qué en verdad no oyen ladrar los perros?

Y allí va, cuesta arriba el viejo de la triste figura, lanza en ristre, montado en su jamelgo fantástico, presto a arremeter contra molinos de viento. Lo acompañan la claridad del día, el hermoso paisaje de otra alborada plena de ideales y su inseparable escudero siguiendo a prudente distancia y montado en su rucio, el trote de Rocinante.

¿Qué les deparará el destino, el mañana, sus ansias de ser? Tal vez ni ellos mismos lo saben.

¿Pero es qué no oyen ladrar los perros?

Cierto que el viaje es azaroso, surcado de fatigas, pero el hambre de infinito es acicate en las almas que tienen fuego interior. Al Quijote no lo amedrenta la espantosa sombra de los buitres; no lo amedrenta el silbido de las víboras; tampoco lo amedrenta la asquerosa carcajada de la hiena. Su trazo en el camino se dibuja en forma elocuente y magnífica sobre las espaldas de montuno, montículo.

¿Y es qué no oyen ladrar los perros?

Los oídos están hechos para escuchar el murmullo del agua, el canto de los pájaros, la presencia del viento y la oración del crepúsculo. Están hechos para escuchar la comprensión de Dios, la palabra fraternal del amigo, la ternura de la madre, la alegría de los niños y el salmo espiritual de la alborada.

¿Pero por qué no oyen ladrar los perros?

Porque los perros ladran en busca o rescate del hueso perdido.

¡Dejad entonces, Sancho, que ladren! ¡Qué ladren los perros! Ellos señalan la ruta. Ellos son dueños del eco, nosotros de la canción.

¡Árreee!, ¡árre, Rocinante! ¡Árree! ¡Si ladran los perros, señal que caminamos! ¡Árreee!