31/10/09

MAQUIAVELO VI

PRESENCIA DE MAQUIAVELO

VI/VII

6.- Maquiavelo en el infierno

Cuando se habla de Maquiavelo se piensa en una conducta amoral, tortuosa, en la que el filo de la traición abre sus alas en busca de confiadas víctimas y se recuerda la famosa frase que nunca dijo: “El fin justifica los medios”.

Sin embargo, Maurice Joly en su Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, escrito en 1864, explica en labios del ilustre florentino, que el maquiavelismo es anterior a Maquiavelo.

Así, el único pecado de este secretario de Estado, fue el de decir la verdad tanto a los pueblos como a los reyes. No la verdad moral, sino la verdad política. No la verdad impoluta que todos quisiéramos saber, sino la verdad tal cual es, indiferente a cualquiera consideración ética. Por eso señala que Moisés, Sesostris, Salomón, Lisandro, Filipo y Alejandro de Macedonia; Agatócles, Rómulo, Tarquino, Julio César y el mismo Nerón; Carlomagno, Teodorico, Clovodeo, Hugo Capeto, Luis XI, Gonzalo de Córdoba y César Borgia, son antecesores de su doctrina. Ello, sin mencionar la larga lista de los que llegaron después de su Tratado del Príncipe y a quienes nada tuvo que enseñar que no supieran en el undoso arte del ejercicio del poder.

De Maquiavelo el vulgo sólo conoce el nombre y un prejuicio ciego. Se le tacha de inmoral, de falso, de traidor. Esta mala reputación ha traspasado las fronteras del tiempo escarneciendo el prestigio de un hábil diplomático entregado en su momento al servicio de la República. Por haber escrito El Príncipe y como resultado de una pésima lectura de esta inteligente obra, sus detractores lo han hecho responsable de todas las tiranías y han atraído hacia el autor la maldición de los pueblos, encarnando según éllos, su escrito, el despotismo que aparentemente aborrecen, pero que con sus excesos alimentan y anhelan. En su tiempo emponzoñaron sus últimos días y, en la posteridad se confabularon para reprobar sus tesis en las que Cratos difiere del parece de Ethos.

Mas Maquiavelo se defiende: “Durante quince años serví a mi patria” – nos dice –, que era una república; conspiré para mantenerla independiente y la defendí sin tregua contra Luis XII, los españoles, Julio II y contra el mismo Borgia, quien sin mí la hubiese sofocado. La protegí de las sangrientas intrigas que, en todos los sentidos, se entretejían a su alrededor, combatiendo como diplomático como otro lo habría hecho con la espada. Trataba, negociaba, anudaba y rompía hilos de acuerdo con los intereses de la República, aplastada entonces entre las grandes potencias y que la guerra hacía bambolear como un esquife. Y no era un gobierno opresor ni aristocrático al que manteníamos en Florencia; eran instituciones populares. ¿Fui acaso de aquellos que van cambiando al vaivén de la fortuna? Luego de la caída de Soderini, los verdugos de los Médicis supieron hallarme. Educado en la libertad sucumbí con ella; viví proscrito sin que la mirada de príncipe alguno dignara fijarse en mí. He muerto pobre y olvidado. He aquí mi vida y he aquí los crímenes que me han valido la ingratitud de mi patria y el odio de la posteridad. Quizá sea el cielo más justo conmigo”.

Allá, en el ostracismo, en su tranquila y solitaria villa de “L” “Albergaccio”, cerca de San Casciano, Maquiavelo interrumpe la escritura de los primeros fragmentos de los Discorsi para escribir El Príncipe, obra que fue acogida con menosprecio por Lorenzo de Médicis, quien prefiere al opúsculo carente de “palabras ampulosas”, los finos lebreles de caza. Maquiavelo gana con este desdén, otra frustrante repulsa más.