27/7/09

PENA DE MUERTE II

NO SE DEBE RESTABLECER LA PENA DE MUERTE

Pacta sunt servanda, semper

II/V

Siempre que se estudia el tema de la pena de muerte surge como inmediato modelo la imperial figura de los Estados Unidos de América. Sin embargo, en dicho país su aplicación sigue siendo motivo de opiniones encontradas entre la población y, a nivel judicial es cuestionada su constitucionalidad debido a su evidente contravención a los derechos humanos. Díaz-Aranda nos recuerda que en el caso Furman vs. Georgia, del 29 de junio de 1972, la Suprema Corte de los Estados Unidos declaró inconstitucional la pena de muerte por 5 votos a favor y 4 en contra. En dicha resolución la Corte estimó que la pena de muerte constituye una pena “cruel e inusitada”. A pesar de ello, en junio de 1976 la Suprema Corte volvió a cambiar su criterio y la consideró Constitucional.

Los informes de Amnistía Internacional de 1976 al año 2000 reportan la ejecución de 683 condenados, de los cuales 85 corresponden al año 2000, cabe señalar que en los Estados Unidos de América no todos los Estados se inclinan por dicha sanción, esto quedó demostrado al rechazarse en Massachusett la propuesta de ley para restablecer la pena de muerte.

La propuesta de restablecer la pena de muerte en nuestro país ha sido aprovechada como cortina de humo para desviar la atención pública de los problemas de recesión económica, del desempleo, del retorno de inmigrantes, de la baja de remesas, de la reducción en el precio de los barriles de petróleo crudo, de reiterado aumento semanal a la gasolina y otros derivados del llamado “aceite de piedra” (petróleo), así como de la falta de visión para evitar la crisis y desempleo que estamos viviendo y, no sólo eso, sino también como recurso electorero en este año de partidistas campañas electorales.

En el debate sobre la pena de muerte, Olga Islas de González Mariscal manifiesta que éste debió haber concluido a mediados del siglo XVIII cuando pensadores tan brillantes como Pedro Verri, Voltaire y Beccaria, entre otros, demostraron de manera irrefutable lo inútil que ha resultado la aplicación de la pena capital como respuesta a la comisión de graves delitos.

Dicha investigadora sostiene que desde la aparición en 1764 del libro de Beccaria de los Delitos y de las Penas cobra vigor la tendencia humanitaria marcando una línea divisoria entre el oscurantismo despótico de la época medieval –en la que tenían sede las injusticias, los tormentos, las penas crueles e inhumanas y la pena de muerte- y la nueva política criminal humanitaria. Esta corriente –explica-, tenía como propósito acabar con la represión irracional sustentada por las teorías punitivas absolutas cuya idea central era de devolver mal por mal, para así abrir la puerta a las teorías prevencionistas de las penas que proclamaban disuadir a los posibles delincuentes. Como bien se afirma, y apunta:

…frente a la autoridad ilimitada y decidida del poder estatal y del poder religioso, las expectativas de reconocimiento de los derechos del individuo comienzan a abrirse camino lentamente en continuidad con el movimiento creciente de afirmación de la dignidad de la persona y de rechazo de los privilegios.

Agrega: vale recordar que:

…la historia de las penas -como manifiesta Ferrajoli- es sin duda más horrenda e infamante para la humanidad que la propia historia de los delitos… porque mientras el delito puede ser una violencia ocasional y a veces impulsiva y obligada, la violencia infringida con la pena es siempre programada, consciente, organizada por muchos contra uno.

La misma autora expresa que las acciones más brutales e inhumanas se instauraron como penas por las leyes y costumbres del pasado, especialmente la ejecución de la pena capital que a través de la historia, ha tomado las formas más atroces: la lapidación, la hoguera, el desmembramiento, el enterramiento en vida, etc.

En relación con el sistema de penas, la referida investigadora nos dice que: Beccaria estableció entre otros principios: a) que el fin de la pena “no es el de atormentar y afligir a un ser sensible ni el de deshacer un delito ya cometido” sino atender a la prevención general y a la utilidad de todos, y b) que la pena debe ser necesaria, aplicarla con prontitud, cierta, suave y proporcional al delito cometido. Las penas –sostiene- deben tener como fin preciso:

…impedir que el reo cause nuevos daños a sus ciudadanos, y retraer a los demás de la comisión de otros iguales. Luego deberán ser escogidas aquellas penas y aquél método de imponerla, que guardada la proporción haga una impresión más eficaz y más durable sobre los ánimos de los hombres y menos dolorosas sobre el cuerpo del reo.

Palabras sabias -manifiesta la autora- que con otro lenguaje ya han sido repetidas por siglos, por los más destacados especialistas en la materia.

Cabe señalar que Beccaria se manifestó frontalmente en contra de la pena de muerte calificándola de inútil e innecesaria para la seguridad de la sociedad. Subrayó que se trata de una “muerte legal… con estudios y pausada formalidad”, destacando que “parece absurdo que las leyes, esto es la expresión de la voluntad pública que detestan y castigan el homicidio, lo cometan ellas mismas; y que para separar a los ciudadanos del intento de asesinar, ordenen un público asesinato”

Olga Islas de González Mariscal advierte que con posterioridad a Beccaria considerable número de juristas y criminólogos adentrándose profundamente en el tema, han aportado sus opiniones razonadas en rechazo y descalificación a esta pena absurda y abusiva propia de los sistemas autoritarios y represivos. Pone como ejemplos a Mariano Ruiz Funez quien apuntó que la pena de muerte es residuo arbitrario, estéril, de la venganza que se sintetiza en la defensa política del terror. Por su parte, Antonio Beristain, estima que la pena de muerte es injusta, maniquea, no democrática, perjudicial, criminógena, superflua e irreparable. Es respuesta arbitraria y caprichosa. “Quien admite esta sanción pone una gota de veneno en el vaso que contiene las normas de convivencia”

Al respecto, Barbero Santos se manifiesta abolicionista de la pena de muerte. Sostiene que “el oficio del jurista es… subrayar la actual valoración del hombre y el reconocimiento de la sacralidad de la vida, que lleva de manera ineludible a la supresión del máximo suplicio”.

En la historia de la aplicación de la pena de muerte vemos muchos casos de equivocaciones irreparables al ser aplicado este castigo erróneamente a quien pasado el tiempo se demuestra que era inocente. ¡Qué contradicción: el Estado imponiendo como castigo la pena de muerte, se convierte en impune homicida!