O EL AFÁN DE NOTORIEDAD
La búsqueda de notoriedad, el ansia de convertirse en el centro de atención, las anhelantes ganas de ser tomado en cuenta, el vehemente afán de reconocimiento, ¡todo!, entre luces y sombras, hace que los mortales actores de este mundo, formulen sus propios guiones, instalen sus frágiles carpas, construyan sus más vistosos escenarios o exhiban sus desesperados gestos desde las más altas cumbres, egregias atalayas, cimas virtuosas, arrecifes vírgenes, sus amenazantes anatemas, sus más equivocados juicios, sus críticas insustanciales, sus frustraciones genéticas, sus estériles súplicas o el incontenible dolor de no brillar.
El enfermo de notoriedad es terreno baldío en el que a pesar de ostentar el letrero: “Prohibido tirar basura”, se esmera en convertirse de simple mortal, en contenedor de calumnias, ofensas, rumores y endémicos presagios. Ejercitado en el pregón, en las palabras murales, en las mentiras de cafés, suelta a diestra y siniestra el ofidio venablo de su lengua, pretendiendo emponzoñar todo lo que está al alcance de su oído o acomplejado rencor.
Pasar inadvertido es lo peor que le puede suceder. Por ello viste a la moda o en tonos ridículos; todo en su persona es contraste: mezcla el azul con el morado y el rojo con el amarillo; viste ropas de noche cuando es de día y usa parasol en el invierno.
En la antigüedad, un individuo deseoso de pasar a la historia llevó a cabo la infeliz idea de quemar el templo de Diana. De castigo, ningún historiador recogió su nombre. Los hechos se saben. El mal se señala. El actor está fuera de escena.
¿Cuántos hay que en la actualidad buscan en su afán de notoriedad realizar las más humillantes acciones? ¿Cuántos teniendo talento ejercen de mozo de estribo de algún patán con suerte, poder o dinero? ¿Cuántos prestan su nombre para servir de cajas de resonancia, de venganza en agravios ajenos, de facción o de grupo? ¿Para cuántos la patada en el trasero propinada por el “señor” es signo de reconocimiento? ¿Cuántos en su trajín diario olvidan ante la afrenta la reacción de Rodrigo Díaz de Vivar?:
“Por besar mano de rey
no me tengo por honrado.
Porque la beso mi padre
me tengo por afrentado”.
Muchos delincuentes comunes cometen sus ilícitos con el insano deseo de que su nombre aparezca al día siguiente entre las notas que conforman las páginas rojas de los periódicos. Así cobran notoriedad entre las bandas, los barrios y las colonias. Quien logra que además de su nombre aparezca su retrato y la narración de sus hazañas, llega al pináculo de la gloria.
Lo mismo sucede entre las familias de los más altos rangos. Destacar su nombre y figura en las columnas de sociedad de los periódicos de mayor circulación es un toque de inmortalidad y buen gusto. La vanidad se viste de gala en el “babyshower”, la fiesta de quince años con damas y chambelanes, el fervoroso himeneo y las inmarcesibles ofrendas de dolor convertidas en plegarias que inundan las fúnebres paginas con apellidos y heráldicas de los anuncios de una fraternidad sentimental y permanente.
La notoriedad es virtud. Hay quien alcanza sin proponérselo. Otros, cual Icaro, se la pegan con cera y al primer fulgor celeste se derrumban para no levantarse jamás.