EL SUEÑO DE NABUCODONOSOR
Estamos en el año segundo del ornamentado reino de Nabucodonosor, hombre de sortilegios y ensoñaciones. Aquella noche no pudo conciliar el sueño. Desesperado llamó a su presencia a magos, adivinos y a encantadores. Su mente enfebrecida quería disipar sus dudas. Ellos vinieron. El rey, con voz entrecortada, les dijo: “He tenido un sueño y mi espíritu se ha turbado por el deseo de comprenderlo”. Los convocados respondieron: “¡Qué viva el rey por toda la eternidad!”
¿Cuáles eran las dudas del rey? ¿Qué misterios contenían las imágenes de sus sueños? ¿Cuáles eran sus presagios? ¿Por qué a los hombres cuando tienen el poder les angustian los presentimientos?
Ante la regia presencia de Nabucodonosor y ante la advertida desesperación de éste, los adivinos le manifiestan: “Contad, nuestro rey, a vuestros humildes siervos para que hagamos interpretaciones”.
En respuesta, el rey, con la angustia asomada a sus ojos y a sus labios les dijo: “Debéis tener presente mi decisión: Si no me diéreis a conocer mi sueño y su interpretación, os juro que seréis cortados en pedazos y vuestros suntuosos hogares serán reducidos a cenizas. ¡Ah!, pero si me diéreis a conocer las inquietudes de mis sueños y su interpretación, recibiréis de vuestra generosa majestad regalos y espléndidos honores. Dadme, pues, a conocer el sueño y su interpretación”.
Los adivinos por segunda vez le respondieron: “Cuente el rey sus sueños y sus siervos aquí presentes daremos su interpretación”.
Nabucodonosor, experimentado en las artes de la política, la simulación y las vanas promesas manifestó: “Si os atreviereis al engaño o a ganar tiempo a sabiendas que mi decisión ha sido tomada, vuestra sentencia no la borrará el perdón. Por lo mismo, os demando indicarme el sueño y sabré que podéis participarme su interpretación”.
Los adivinos respondieron con voz casi inaudible a sabiendas de lo que les esperaba: “No hay nadie en el mundo que pueda descubrir lo que quiere el rey; y por ello ninguna majestad, por grande y poderosa que sea, pregunta jamás semejantes cosas a mago alguno, adivino o caldeo. Lo que nuestro rey pide es imposible y nadie se lo puede descubrir o describir, solamente los dioses; sólo que ellos no viven entre los mortales”.
Ante esas palabras de lluvia, el rey atormentado y enfurecido, con voz de huracán ordenó matar a todos los sabios de Babilonia. Una vez promulgado el decreto de privar de la vida a los sabios, se buscó también a Daniel y a sus compañeros para igualmente matarlos.
Daniel, entretanto, va en busca de Aryok, jefe de la guardia real que se disponía a cumplir las criminales órdenes de Nabucodonosor. Con palabras suaves, tranquilas, de arroyos sin misterios, sabias y prudentes, dirigiéndose a Aryok le dijo: “¿Por qué ha dado el rey un decreto tan contundente, tan tajante?”. El soldado detalló a Daniel los acontecimientos. Daniel, con la fe puesta en su acción y palabras llegó ante el rey al que pidió se le concediese plazo para dar la interpretación demandada por el monarca. A su regreso a casa, Daniel contó a sus compañeros Ananías, Misael y Azarías, el resultado de su entrevista, invitándoles a rogar misericordia al Dios del cielo, a fin de que evitase la muerte de él y de sus compañeros, así como del resto de los sabios de Babilonia.
Daniel en la tranquilidad del sueño tuvo una visión nocturna y por ello bendijo al Dios del cielo.
Al llegar el alba Daniel se presentó ante Aryok a quien pidió lo llevase ante la presencia del rey para declararle su interpretación. Aryok se apresuró a llevar a Daniel ante el rey a quien dijo: “He encontrado entre los deportados de Judá a este hombre que puede dar a conocer a mi rey la interpretación”. En ese instante, el rey tomó la palabra y dirigiéndose a Daniel le dijo: “¿Eres capaz de darme a conocer el sueño que he tenido y su interpretación?,” a lo que Daniel con voz firme y convincente manifestó: “El misterio que el rey quiere saber, no existen sabios, ni adivinos, ni magos, ni astrólogos que lo puedan revelar al rey; sólo hay un Dios en el cielo y es quien revela los misterios y que ha dado a conocer al rey Nabucodonosor lo que sucederá al fin de los días”. Daniel con voz enérgica y profética agregó: “Tu sueño y las visiones de tu sueño que turban tu cabeza y arremeten contra la debilidad de tu espíritu, eran éstos”:
“¡Oh rey!, vuestros pensamientos que intranquilizaban tu mente en el lecho hacen referencia a lo que ha de suceder en el futuro, revelándonos sus misterios, dándote a conocer lo que sucederá. A mí sin que sea poseedor de mayor sabiduría que cualquiera otro ser viviente, ese misterio se me ha revelado con la sola finalidad de dar a conocer al rey su interpretación, que aclare los pensamientos que anidan en su corazón.
“Tú, ¡oh rey!, has tenido esta visión: una grandísima estatua, de fulgurante brillo, de terrible aspecto, que se levantaba amenazante ante tí. La cabeza de esta estatua era de oro inmaculado, su pecho y sus brazos de blanca plata, su vientre y sus lomos de sonoro bronce, sus piernas de firme hierro, sus pies parte de hierro y parte de humillada arcilla. Tú estabas absorto, mirando, cuando de pronto una piedra se desprendió sin intervención de mano alguna y vino a dar en los pies de hierro y arcilla de la estatua y los hizo polvo. Fue entonces cuando todo a la vez quedó pulverizado: hierro, arcilla, bronce, plata y oro; quedaron como pelusa o paja menuda de trilladas semillas, como el tamo[1] de la era[2] en verano, y el viento imperdonable se lo llevó sin dejar rastro alguno. Y la piedra que había golpeado la estatua se convirtió en inmenso monte que llenó toda la tierra. Tal fue el sueño; ahora hablaremos ante el rey de su interpretación: Tú, ¡oh rey!, rey de reyes a quien el Dios del cielo ha dado reino, fuerza poder y gloria -los hijos de los hombres, las bestias del campo, los pájaros celestes, donde quiera que habiten, los ha dejado en tus manos y te ha hecho soberano de éllos-, tú eres la cabeza de oro. Después de ti vendrá otro reino, inferior al tuyo, y luego un tercer reino, de bronce, que dominará la tierra entera. Y habrá un cuarto reino, duro como el hierro, como el hierro que todo lo disuelve y machaca; como el hierro que aplasta, así él pulverizará y aplastará a todos los otros. Y lo que has visto, ¡oh rey!, los pies y los dedos, parte de arcilla de alfarero y parte de hierro es un reino que estará dividido: tendrá la solidez del hierro, según has visto el hierro mezclado con la masa de arcilla. Los dedos de los pies, parte de hierro y parte de arcilla, es que el reino será en parte fuerte y en parte frágil y lo que has visto: el hierro mezclado con la masa de arcilla, es que se mezclarán éllos entre sí por simiente humana, sin embargo, no se aglutinarán el uno al otro, de igual manera que el hierro no se mezcla con la arcilla. En tiempo de estos reyes, el Dios del cielo hará surgir un reino que jamás será destruido, dicho reino no pasará a otro pueblo, pulverizará y aniquilará a todos estos reinos y él subsistirá eternamente, tal como has visto desprenderse del monte, sin intervención de mano humana la piedra que redujo a polvo el hierro, el bronce, la arcilla, la plata y el oro. El Dios grande ha dado a conocer al rey lo que ha de suceder. Tal es, ¡oh rey!, verdaderamente el sueño y su interpretación digna de confianza”. La Biblia, libro de libros trae con este relato, a nuestra alma y a nuestra mente la imagen de Daniel.*
Los hombres somos dados a la imaginación, al ensueño, y a construir nuestros propios monumentos, unos mentalmente; otros, materialmente con arena, bronce, sudor o lágrimas ajenas.
Horacio, sabedor del prestigio alcanzado, en el solar nativo de su tranquila Venusia, musitaba pleno de satisfacción: “Erigí un monumento más perenne que el bronce/y más alto que el sitio de las pirámides/y ya soy mordido menos/por el diente de la envidia”.
Todo hombre o mujer construyen en el trayecto de su vida su propia estatua. Unos lo logran en el trabajo campesino; otros en la pesca, en la artesanía, en la fabrica, en la industria, en el comercio, en la empresa, en su independencia laboral, en la escuela, en el arte y, otros, en la afortunada o maculada vocación política.
Es en el sinuoso arte de la política donde hay quienes autoconstruyen su monumento a imagen y semejanza de la colosal estatua que turbaba el sueño de Nabucodonosor. La imagen, la visión extraordinaria que revela Daniel, nos lleva a pensar en la construcción y a la vez en la autodestrucción de la paciente o apresurada, inmadura, inexperta, voraz, corrupta, o audaz erección de transitorias estatuas de sugerentes “héroes civiles” cuya cabeza es de dublé[3], el cuerpo de arena y los pies de barro. ¡No soportan la crítica! En el desvanecimiento cotidiano de su imagen otrora admirada, poco a poco, con sus actos que más que responder prudentemente a los dictados de la reflexión, los conducen instintivamente, sin advertir que el veredicto colectivo llega a convertirse de suave brisa en huracán incontrolable que arrasa y pulveriza lo que pudo haber sido “consagración de la primavera”.
En política, cuidar con honestidad la imagen pública, la dirección y contenido de las palabras, y el cumplimiento de las promesas hechas realidad en las acciones, dan seguridad, afecto y reconocimiento sociales. El descuido, la ebriedad del poder, hacen pensar en el sueño de Nabucodonosor: visión de una estatua erigida con sudor, lágrimas ajenas y mentiras de dublé, de arena y barro, y de aquellas que reflexivamente se levantan con fe, cariño, esperanza y prestigio social, pero que, irresponsablemente, son cotidianamente autodestruidas, provocando comprensible desilusión popular. El tiempo hace tatuajes. La hojarasca es levantada por la ventisca, sólo que, cuando pasa el impulso de ésta, aquella cae estrepitosamente para no levantarse jamás. El viento se desposa con el olvido. La memoria se convierte en recuerdo.
¿Quién le teme a la historia?
[1] Tamo: Pelusa, polvo, paja menuda de varias semillas trilladas.
[2] Era: Espacio de tierra donde se trillan las mieses.
* Cfr Biblia de Jerusalén Editorial Española Desclée de Brouwer, Bilbao, 1985 p. 1275.
[3]Dublé: metal vil que imita a una joya. www.scribd.com/doc/249322/Diccionario-de-lunfardo - 830k