El teatro es anfibio. Es mesopotámico (el mapa lo describe en medio de dos ríos).[1] Entre el público hay expectación. Silencio. Alerta. Nerviosismo. Se abre el telón: la gran orquesta está compuesta por el quinteto de cuerdas (violines primero y segundo, violas, violoncelo, y contrabajo), dos flautas, flautín, dos oboes, dos clarinetes, dos fagotes, cuatro trompas, tres trombones, dos trompetas y timbales. Es una verdadera orquesta sinfónica. Sobre el podium, erguido frente a los músicos, su director, con la batuta en la mano derecha da la señal de inicio al espectáculo musical que al ritmo de ambos brazos y de su movimiento corporal se deja embriagar por la celeste armonía que como impulso unitario del espíritu induce a la evocación, al suspiro, a matices de nubes y a bajeles de ensoñación. Así transcurre el concierto en el que sobresalen las egregias notas de los solistas.
Sin embargo, ¡oh!, sorpresa, el primer violín toma inesperadamente el lugar del director y el concierto ya no es el mismo. Los músicos se descontrolan, cada quien ejecuta pausas, compases, tonos, intervalos, arpegios, movimientos, adagios, de la manera que más les viene en gana.
El público está desconcertado. El espectáculo es atroz. Por si fuera poco, el primer violín es desplazado por los timbales y las percusiones retumban en forma ensordecedora. Para colmo, los timbales son desplazados, repentinamente, por las trompas y éstas por los trombones; el poder de dirección se fragmenta, se dispersa, se aniquila. El murmullo no se hace esperar. El rumor corre de oreja a oreja. Entre tanto, las aguas suben de tono y cuentan las crónicas que la sinfonía termina inconclusa, bajo el traqueteo de una lluvia infernal.
[1] De Meso: medio. Y de Pótamos: río.