EN EL LIBRO DE LA HISTORIA
He de hablar de la sangre.
De la sangre
que incendia los crepúsculos.
De la sangre
que circula en nuestras venas.
De la sangre
que mancha el cuerpo de los recién nacidos.
De la sangre
acunada en hospitales,
en desesperanza, ansiedad, miseria, desolación y muerte.
¡Oh!, la sangre… la sangre
de los mártires, de los héroes, de los fugitivos,
de quienes mueren en el cadalso, en las cárceles
o en los campos de concentración.
¿Quiénes han inscrito su nombre en la historia
con la púrpura sagrada de la sangre de sus víctimas?
¿Quiénes son los que llevan en la conciencia
el remordimiento de sus crímenes?
¡Oh!, la sangre… la sangre
que viste el alma de los parricidas.
La sangre que goza la mirada del fraticida.
La sangre que tiembla en los nervios del magnicida.
La sangre que perdona al matricida.
¡Oh!, la sangre… la sangre
cuya huella delata al asesino.
La sangre acusadora en la máscara del verdugo.
La sangre acusadora en las ropas de Caín.
La sangre que delata, que quema, que desvela,
que obliga a la confesión del asesino.
¿Quién se atreve a mancharse las manos con la sangre del rey?
¿Quién se atreve a mancharse las manos con la sangre de su hermano?
¿Quién se atreve a mancharse las manos con la sangre de su madre,
del padre, del amigo, de la aurora?
¡Oh!, la sangre… la sangre.
La sangre del soldado.
La sangre perseguida por las balas.
La sangre escondida en las montañas.
La sangre que amanece, que atardece, que anochece.
La sangre encendida por las velas.
La sangre que ensombrece la ternura.
La sangre que empapa los patíbulos.
La sangre convertida en oración y lágrimas.
¿Quién se atreve a mancharse las manos con la sangre indígena?
¿Quién?... ¿Quién?... ¿Quiénes?
¡Oh!, la sangre… ¡La sangre