¡Rosas!... ¡Rosas!
El pregón se adelgaza hasta convertirse en queja, en lamento, en tristeza infinita y amargura.
La pobre mujer, sentada en el hueco de un muro, estira la mano hambrienta y ofrece, suplica: ¡rosas!..., ¡rosas!
La gente pasa de prisa, como siempre. Nadie se detiene y nadie se conduele. Ella de vez en cuando mira a su niño, a ese manojo de vida tierna que apenas si pueden sostener sus brazos.
¡Rosas!..., ¡rosas!
En vano la queja. En vano el lamento. Suenan las campanas de la catedral y la prisa por escuchar el rosario se hace más intensa.
Ella, es una mujer joven envejecida de pobreza. Su cara está marchita, sin fragancia. Los huesos de los pómulos amenazan romper la epidermis. La mano se estira con el grito: ¡rosas!..., ¡rosas!
Sí, entre sus dedos aprieta con desesperación y delicadeza un macito de rosas blancas rociadas con sus lágrimas. Llanto de madre triste, de mujer hambrienta, de soledad y ternura.
El niño duerme acunado en los brazos de su madre. El rebozo materno lo protege del frío.
La gente sale de la iglesia. Hay optimismo, alegría en los rostros; confianza en el porvenir.
Estéril es el grito. Nadie lo advierte. Hay rosas marchitas y labios apagados. Hay dolor en la mirada.
Lágrimas y rosas blancas.
¡Rosas!..., ¡rosas!
Puebla de los ángeles