A Ignacio Andrade Ayala
Era un pequeño reinado, pueblo laborioso, pero triste; tanto el rey como sus súbditos habían perdido la alegría de vivir. En las ramas de los árboles la ausencia de trinos se acrecentaba con las sombras. Los pájaros emigraron, para jamás volver. A pesar de la convivencia entre los pobladores y el rey, se manifestaba en los rostros la nostalgia por aquellas aves que sin aparente motivo abandonaron praderas, arboledas, márgenes del río, parques y algarabía de los niños.
Los lugareños, acostumbrados a los canoros cantos, a la armonía de los trinos, conservaban vacías las jaulas que adornaban pasillos, antesalas o patios de los hogares. Los pájaros, en otro tiempo prisioneros, admirados por la belleza de sus voces y los colores de sus alas se sentían indefensos en ese incomprensible, para ellos, encierro al que estaban sometidos. El ansia de libertad los acosó e inexplicablemente amanecieron muertos.
La desolación tomó su lugar no sólo en las jaulas, sino en todas las casas, en las calles, en los jardines, en las praderas, en los parques, en las márgenes de los ríos, en los árboles, en todos los rincones y en el rostro de todas las personas.
Los lugareños, unidos, consintieron en sepultar a sus aves en un panteón sencillo, en el que plantaron flores de todos los colores, con la esperanza de que éstas algún día transformasen sus pétalos en plumas que, desprendidas de sus tallos, se convirtiesen en aves para volar e inundar de alegría al pueblo cuya tristeza tenía por nido el corazón de sus habitantes.
Cierto día llegó un forastero a dicho pueblo y tomó conciencia de la tragedia que allí se vivía; afectada su alma, no pudo resistir tiempo alguno en esa comunidad, silenciosamente abandonó el lugar pensando la manera de poder mitigar la soledad que allí estaba presente.
Dicho pueblo, solitario, al que nada invitaba a visitar, seguía su curso de nostalgia, de soledad, de tristeza y de ausencia de voces de alegría libertaria o desesperación de prisioneros.
Inesperadamente, una mañana se oyeron voces de aves desconocidas. Las puertas y ventanas de las casas se abrieron y con expresiva alegría visible en los rostros, todos aplaudían la presencia de aquel forastero que retornaba llevando en sus espaldas un cargamento de jaulas en las que, prisioneros unos cuervos crascitaban; pero el pueblo, abatido por la emoción, no distinguía entre el canoro canto del cenzontle y el oscuro graznido que desagradablemente retumbaba en todas partes.
El pueblo se arremolinó frente al palacio pidiéndole al rey compartir su felicidad adquiriendo aquellas aves de mala voz y de enlutecido plumaje que, de alguna manera, alegrarían el alma de viejos, de jóvenes y de niños. El rey, hombre de avanzada edad y noble humanitarismo, puso como condición para que esas aves sustituyeran a los pájaros yacentes, que para evitar la oscuridad de las plumas de estos cuervos, las pintasen de los colores más preferidos. El pueblo accedió y por unanimidad se dio a la tarea no sólo de cambiar el colorido de las alas de estas aves, sino también el forjarles nidos para su reproducción y amplias jaulas para adornar los hogares.
En el sentimiento colectivo la verdad no se ocultaba. Tampoco la mentira. Todos, a partir de ese momento se sintieron inmensamente felices. La tristeza y la soledad, hermanadas, emigraron para siempre a rumbos desconocidos.
¡Qué alegría la de un pueblo que comparte con su monarca aparentes verdades, realidades, tristezas y soledades, a sabiendas de que todo no es del color con que se pinta o de la armonía que se quisiera!