Prosélitos de quienes han alcanzado rango, mendigan con su conducta, satisfacción a sus bastardas ambiciones. Ellos aplauden. Ellos embadurnan gloriosas páginas de almibarados elogios. Ellos, incansables en el deshonor, corren a tropel tras el faustuoso carro de los vencedores. Militantes del oportunismo, queman lastimosamente sus ansias por hacerse presentes. Sonríen con la más estúpida, falsa, ridícula, histriónica mueca, pretendiendo agradar al triunfador. Farsantes profesionales, los ineptos hacen de su faldera lealtad, sumiso, abyecto oficio de lambiscón.
Apeñuscados en lisonjeros grupos, expertos en la algarada, cercan en su valladar de innobles fines a quien, gobernante en turno, pretenden evitar que se contagie de pueblo, de clamor popular y que sea testigo personal de dramáticas realidades.
Allegados al convite, esperan, con humillados ojos, su famélica participación de la inmerecida rebanada del pastel que vorazmente aspiran a compartir.
En el asombro de la audacia ofrecen al amo en potencia, el ficticio apoyo del que ellos mismos están esperando se haga realidad en su propio beneficio y que de rodillas imploran por caridad.
Los ineptos, convertidos en piedra de estorbo, son el pesado lastre que impide avanzar y que ante el presagio de tempestad es menester decidirse a echar por la borda o preferir zozobrar junto con ellos.
Los ineptos son poseedores de rancias heráldicas. De selectísima parentela política o de encumbrados padrinos de la gran familia revolucionaria. No necesitan currículum, ni tampoco demostrar capacidad alguna. Saben, al igual que Arquímides, el tradicional poder de las palancas.
Los ineptos, por el lugar que ocupen en los niveles de mando, son el termómetro que advierte calma, truenos o relámpagos.